Carnavales en Panamá: ¿Arte o espectáculo de vanidad?
- martes 04 de marzo de 2025 - 12:00 AM
El Carnaval de Panamá, con su explosión de colores, su frenesí de danzas y sus imponentes carrozas, se ha vendido como la máxima expresión del arte popular. Pero, ¿es realmente arte o una simple feria de exhibicionismo y vanidad? Dicen que es una celebración cultural, un homenaje a la identidad panameña, pero en la vorágine de lentejuelas y alcohol, ¿dónde queda la esencia del arte?
El carnaval nació de los rituales sagrados, de la necesidad del hombre de conectar con lo espiritual a través de la máscara y el disfraz. En sus orígenes indígenas y afrodescendientes, la danza no era una frivolidad, sino un lenguaje simbólico, un portal hacia lo trascendente. Pero el carnaval de hoy ha canjeado esa profundidad por la superficialidad del espectáculo. El arte ha sido reemplazado por la ostentación, las polleras por la competencia, la tradición por el mercadeo.
Los diablicos sucios, que alguna vez representaron fuerzas ancestrales, ahora son parte de una coreografía predecible, domesticada para la complacencia del turista. Las tunas de Calle Arriba y Calle Abajo, que deberían ser la encarnación del folclor, se han convertido en una guerra de egos, en una vitrina donde el dinero dicta quién brilla más. ¿Es esto arte o simplemente un desfile de consumo?
Cada febrero, Panamá se viste de fiesta y la nación entera se rinde ante el carnaval. Se invierte mucho dinero en trajes que solo se usarán una vez, en carrozas que son templos de la ostentación. Y mientras los reflectores iluminan a las reinas de turno, los verdaderos artífices de esta gran puesta en escena—los artesanos, los músicos, los diseñadores—siguen en la sombra, explotados y olvidados.
El arte requiere tiempo, devoción, una búsqueda interna. ¿Dónde está esa búsqueda en el carnaval actual? La respuesta duele: el arte ha sido reducido a un recurso visual, un adorno sin alma que solo sirve para alimentar la industria del entretenimiento. Cada pollera, cada careta, cada composición musical está atrapada en el circuito de lo inmediato, del espectáculo pasajero que se consume y se desecha con la misma rapidez con la que termina la fiesta.
El carnaval es un motor económico, eso es indiscutible. Los diseñadores de vestuarios, los fabricantes de máscaras, los constructores de carrozas dependen de él. Pero, ¿a qué precio? Se habla de preservar la tradición, pero la tradición ha sido prostituida por el dinero y la vanidad. La música ha sido comercializada hasta convertirse en un ruido de fondo, la danza ha sido vaciada de su significado, y la artesanía ha sido absorbida por la lógica de la producción en masa.
El arte debería incomodar, cuestionar, sacudir. El carnaval, en su estado actual, solo confirma la necesidad de complacer, de vender una imagen de Panamá exótica y festiva al mundo. Pero ¿es esto lo que queremos que represente nuestra identidad?
Hubo un tiempo en que el carnaval era la gran rebelión, el espacio donde las jerarquías se rompían, donde el pueblo se apropiaba del arte y lo hacía suyo. Hoy, esa rebeldía ha sido domesticada. Lo que era una explosión de creatividad libre ha sido transformado en un espectáculo coreografiado y patrocinado. El carnaval debería ser un grito, pero lo han convertido en un susurro decorativo.
Si el arte es una forma de resistencia, entonces el carnaval ha renunciado a su alma más combativa. Se ha rendido al mercado, a los patrocinadores, al turismo. Se ha convertido en un teatro donde todos juegan un papel, pero nadie recuerda por qué están en escena.
El verdadero arte del carnaval no está en la lentejuela, ni en la carroza de la reina, ni en el confeti que cae del cielo. Está en los ojos del artesano que trabaja en la sombra, en la danza improvisada de quienes bailan sin buscar aplausos, en la voz de los músicos que aún resisten a la comercialización.
El carnaval panameño sigue siendo un espectáculo magnífico, pero la pregunta es inevitable: ¿seguirá siendo arte o se perderá en el ruido de su propio eco?