La corrupción es el negocio más antiguo y rentable del mundo. Su modelo es sostenible, porque siempre encuentra nuevos socios. Su mecanismo es repetitivo: ilegalidades, lealtades y silencios comprados; usa una lógica simple: unos pocos se enriquecen a costa de muchos. De ahí que su impacto es devastador: pobreza, desconfianza y desestabilización social. En Panamá, esta realidad no es ajena; los recientes escándalos y protestas evidencian que este mal es una amenaza real y constante.
La corrupción ha sido el cáncer silencioso que ha erosionado civilizaciones desde tiempos remotos. Esta práctica no solo roba recursos, sino también el futuro. El Imperio Romano, por ejemplo, vio su decadencia marcada por gobernadores corruptos, la normalización de sobornos y compras de lealtades, abriendo así las puertas a este multinivel.
Hoy vemos un catálogo global de crisis gestadas por estas prácticas: contratos amañados, licitaciones dirigidas, planillas ocultas, se premia la lealtad y no los méritos; la eficiencia muere y con ella la confianza ciudadana.
Por consiguiente, como relacionista público, sostengo que la transparencia no es solo un valor ético, es una estrategia de supervivencia. La comunicación clara reduce la incertidumbre y dificulta la manipulación.
En conclusión, nuestro país no puede seguir normalizando la opacidad en la gestión pública; la exigencia de claridad en la gestión y vigilancia ciudadana son el único antídoto contra este mal. Cerrarle el paso a este negocio multinivel es el reto que Panamá no puede postergar.