Atropellaron a Félix: la vía España sin el flautista
- martes 27 de agosto de 2024 - 1:00 AM
Bajo el sol o los fuertes aguaceros, tocaba su flauta dulce. Y cuando los vehículos se detenían por el semáforo en rojo, se acercaba y golpeaba los vidrios, que los conductores subían con apuro al verlo moverse hacia ellos.
“Una moneda para comer”, gritaba con voz ronca. Y si le entregabas una de veinticinco centavos o de menor valor, rechistaba. “Dame otra”, decía. La guardaba en los bolsillos. Y vaya que tenía bolsillos para eso; usaba hasta tres capas de pantalones, todos sujetos por sus propios dedos.
Félix Jhonson vivió años, cinco, diez, quizás más, subiendo y bajando las aceras de la vía España, desde el semáforo más cercano a la antigua Ulacit hasta el de la iglesia de Lourdes. Y a veces se le vio en otros ramales de la Fernández de Córdoba.
Por el manejo de la flauta dulce la gente no dudaba en pensar que era músico o maestro de música, decían cuando lo miraban. Hay escritos que señalan que hasta estudios universitarios cursó.
Donde se colocaba para pedir monedas, esparcía maletas viejas, una o dos, con ropas de todos los colores y otros enseres domésticos. Todo eso quedaba regado cuando se marchaba hacia otro sitio o a comprar comida. “Dame para comer”.
Había días que se podía conversar con él; aunque cortado, respondía a las preguntas que se le hacían. Otras veces era imposible establecer una conversación de pocas palabras. Cuando los muchachos de la estación de combustible lo veían del otro lado e la acerca le gritaban a todo pulmón: ¡Félix! Pero él se hacía el que no escuchaba.
Cuando llovía, con esas goteras que quieren abrir el concreto, nunca se resguardaba en los aleros de los comercios o en las casetas; seguía en lo suyo como un juego de niños. Y con esa ropa empapada horas pasaba y horas.
En la comunidad de Carrasquilla se comentaba que su madre había muerto y que su condición de salud mental se venía deteriorando más y más, al punto de que se tiraba a los carros sin medir el peligro de muerte.
Cuando la calle y los semáforos se ponían duros, en términos económicos, Félix se acercaba a la iglesia, entraba y estiraba su mano derecha a los feligreses que escuchaban la eucaristía de la tarde-noche.
El domingo 25 de agosto por la mañana, la triste noticia se comentaba en el templo: fueron dos carros que le pasaron por encima a Félix... “pobrecito, al menos no seguirá sufriendo en las calles”, comentaba una feligrés a otra.
Félix, con su metro y poquito de estatura y sus cabellos revueltos cortados por el mismo, terminó su vida terrenal de la forma en que los parroquianos que lo veían a diario pensaban: jugarse la vida en aquellas calles era la crónica de una muerte segura.