El asesinato del activista conservador estadounidense Charlie Kirk, ocurrido en una universidad de Utah, encendió un debate global sobre los límites de la libertad de expresión, el fanatismo político y la responsabilidad ética de las instituciones educativas. Su muerte no solo dejó al descubierto la radicalización de los discursos, sino también una pregunta urgente: ¿estamos educando para convivir o para confrontar?
En tiempos donde las redes sociales se han convertido en tribunales públicos y las aulas en escenarios de tensión ideológica, la educación superior no puede limitarse a impartir conocimientos técnicos. Hoy, enseñar a debatir con respeto es tan importante como enseñar a escribir, investigar o argumentar.
La universidad no es solo un espacio de instrucción; es, sobre todo, un espacio de formación humana y ciudadana; la polarización se amplifica a velocidad digital, urge recuperar el valor del diálogo como herramienta de entendimiento.
Más allá de laboratorios y teorías, las universidades deberían integrar en sus planes de estudio la ética del diálogo, la comunicación no violenta y el pensamiento crítico. Enseñar a debatir con respeto es una tarea tan universitaria como enseñar cálculo, derecho o periodismo.
El caso Kirk expuso un dilema ético profundo: ¿hasta dónde llega la libertad de expresión? Defender el derecho a opinar es esencial en cualquier democracia, pero también lo es reconocer que la libertad no puede convertirse en escudo para el odio o la incitación a la violencia.
Las instituciones educativas tienen que encontrar un equilibrio entre permitir el disenso y proteger la integridad de sus comunidades. En ese sentido, políticas claras y protocolos de convivencia pueden evitar que los espacios de debate se transformen en campos de batalla ideológica.
El liderazgo universitario, tanto de docentes como de autoridades, debe inspirarse en la responsabilidad. No se trata de censurar, sino de orientar; no de callar voces, sino de enseñar a usarlas con ética.
En el aula como en la sociedad la diversidad no es un obstáculo, sino una oportunidad. La verdadera educación ocurre cuando las diferencias se convierten en fuentes de aprendizaje mutuo.
Metodologías colaborativas, debates guiados y análisis de casos reales permiten que los estudiantes comprendan que el desacuerdo no tiene por qué romper la convivencia. Al contrario, puede fortalecerla.
Si algo enseña el caso Charlie Kirk, es que cuando se pierde la capacidad de escuchar, se pierde también la posibilidad de convivir. La educación no debe formar militantes ideológicos, sino ciudadanos capaces de dialogar, disentir y construir juntos.
En un país como Panamá, donde la democracia aún se consolida y las redes sociales son terreno fértil para la desinformación y el juicio inmediato, el liderazgo educativo cobra un papel crucial. Los docentes, comunicadores y gestores universitarios debemos ser ejemplos de tolerancia y pensamiento crítico.
El reto no está solo en enseñar lo que pensamos, sino en enseñar cómo pensar, cómo debatir y cómo convivir. La educación superior tiene que ser el laboratorio donde el respeto se practique, no solo se predique.
El asesinato de Charlie Kirk no es un asunto lejano ni exclusivo de Estados Unidos. Es un espejo que nos obliga a mirar cómo gestionamos el diálogo y la diferencia en nuestras propias universidades y espacios públicos.
La libertad de expresión es un derecho irrenunciable, pero con ella viene una responsabilidad: usar la palabra para construir, no para dividir. Solo así podremos aspirar a una sociedad donde educar sea, ante todo, un acto de respeto.
Periodista