Por: Rodolfo Mendoza
El 13 de septiembre de 1985 marcó una de las páginas más oscuras en la historia reciente de Panamá. Hugo Spadafora Franco, médico, guerrillero, funcionario y sobre todo un crítico incansable de las dictaduras, fue brutalmente asesinado en la frontera entre Panamá y Costa Rica. Su muerte no solo significó la desaparición de un hombre valiente, sino que dejó al descubierto la violencia con la que se intentaba silenciar la verdad en aquellos años.
Spadafora había dedicado su vida a luchar contra regímenes autoritarios. Combatió en Guinea-Bissau, junto a Amílcar Cabral por la independencia africana, apoyó movimientos revolucionarios en Nicaragua y denunció con fuerza los abusos del narcotráfico y la corrupción que se entrelazan con la dictadura de Manuel Antonio Noriega. Su voz era incómoda, porque hablaba claro, sin miedo, y porque señalaba lo que muchos preferían callar.
El secuestro y asesinato de Spadafora, cuyo cuerpo apareció decapitado, estremeció a la sociedad panameña y a la comunidad internacional. Era un mensaje brutal: el poder no toleraba disidencias.
El efecto fue el contrario. Su muerte se convirtió en símbolo de resistencia y en motor para quienes buscaban poner fin a la dictadura. A cuatro décadas de aquel crimen, la figura de Spadafora sigue siendo un referente ético. Su valentía, lejos de apagarse, se ha transformado en memoria colectiva. Recordarlo es también reconocer que la democracia se construye con sacrificios, y que el precio de la libertad en Panamá tuvo nombres y rostros concretos.
Hugo Spadafora no pudo ser silenciado del todo. Su vida y su trágico final continúan recordando que la verdad, aunque intenten cortarle la cabeza, siempre encuentra la manera de hablar.
El autor estudia Periodismo en la Universidad de Panamá