Cuento: La cabezota (en el parque Andrés)

Pasaron cinco años y nadie notó que el monumento fue reemplazado por una palmera 
  • sábado 09 de marzo de 2024 - 12:00 AM

A un escultor le encargaron una estatua de Albert. El artista trabajó durante meses y cuando la obra estuvo lista la colocaron en la media cuesta que lleva al parque A.

Los niños que pasaban por la acera gritaban:

-Abuela, el hombre enterrado.

-Mami, qué cabezota.

-Papi, a ese hombre le falta el cuerpo.

-Abuelo, esa cabeza es más grande que tú.

Cosas de niños. Y entre aquellas cosas normales de los niños estaba el tocar la cabeza.

A Gaby le gustaba tocarle las orejotas, la narizota, los ojotes, la bocota y los cabellotes.

A los cinco minutos la niña se olvidaba de la cabeza. Trepaba por unas cuerdas como una araña o subía en un caballito de plástico muy pequeño para sus piernas o daba vueltas en un carrusel.

Volvían a hacer el camino de regreso y volvía a tocarle la cabeza.

-Abuela, la cabeza está triste -decía.

-Es una estatua de concreto -contestó la abuela.

-Está llorando, tócala

-decía la niña.

Esto ocurrió la semana pasada. Esta semana, ocurrió algo sorprendente.

Cuando Gaby se acercó a tocarle la nariz a la cabeza, sintió que uno de los ojos se cerraba.

-Abuela ahora cierra los ojos -dijo la niña.

-Es solo una estatua -contesta la abuela esperando en la acera.

Nuevamente, se olvidó de todo en el parque y cuando subían la cuesta escuchó que de la boca rígida de la cabeza salía un hilo de voz.

-Ayúdame a irme de aquí -dijo la cabeza de Einstein.

La niña le contó a la abuela y la abuela no le creyó ni media palabra. Pero, por suerte, los niños siempre se creen entre ellos y lo primero que hacían cuando veían llegar a niña Gaby era:

-Qué te dijo la estatua.

-Quiere irse de ahí por la bulla de los borrachos del bar.

-Cómo haremos para sacarla.

-Tenemos que conseguir palas para escarbar la tierra.

-Uff... tardaremos años.

Cada tarde se repetía la conversación, hasta que un abuelo que paseaba un perro salchicha los escuchó y se quedó sorprendido. ¿Y si tienen razón los niños? ¿Después de todo quién fue el genio que la puso en esa loma?

La curiosidad fue tan grande que el abuelo jaló la cuerda del cuello del perrito y caminó hacia la cabezota. Se sentó en un banco en silencio y esperó a que sucediera algo.

-Quiero irme de aquí.

-¿Quién habla?

-Yo, la cabeza.

El abuelo temblaba como la cola de una cometa. El perrito salchicha se asustó tanto que casi lo aplasta un carro al intentar cruzar la calle.

La tarde siguiente, el abuelo estaba en el centro de un anillo de niños preguntones.  Y en esa misma reunión acordaron desenterrar la cabeza y llevarla al patio del abuelo, que vivía en una de las pocas casitas que quedan en pie en el barrio El Cangrejo.

Cuántas horas para cavar, cuántas horas para sacar tierra, cuánto dinero para pagar una grúa levanta carro, cuántas horas para cavar en el patio de la casa del abuelo eran preguntas que el abuelo trataba de responderse a sí mismo.

Como era de esperarse, el abuelo empezó él solo a cavar entre 15 y 20 minutos cada noche. Cuando se acercaban los policías se escondía detrás de la cabeza, que era tan colosal que podía tapar a cinco o seis abuelos.

Rumiando parte la abuela el coco. El abuelo cavando dejó flotando la cabeza. Llegaron los trabajadores de la grúa, cargaron la estatua sin que nadie los viera, taparon el hoyo y plantaron una palmera.

Pasó una semana, diez meses y cinco años y nadie notó que la cabeza no estaba. Los niños que juegan en el parque A son bebés que han ido creciendo. Los otros, casi adolescentes, se los ve conversando en el patio de la casa del abuelo, cuando no salen a los parques de la ciudad a quitarles el moho o la caca de pájaros a las estatuas.

Uno que otro despistado, al pasar cerca de dónde estuvo la cabezota, dice: Dónde está esa palmera había algo que no recuerdo qué era.

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