El cojo y su muleta
- miércoles 20 de julio de 2011 - 12:00 AM
F austo estaba pensionado del Seguro desde hace tres años, cuando perdió la pierna derecha en un accidente que tuvo en el taller de mecánica donde trabajaba. Él sentía que no podía vivir más con su mujer después de que su mejor amigo le dijo que la vio saliendo de la pensión Naipes un miércoles como a las 8:00 de la noche. El pobre cornudo comenzó a reconstruir en su mente todo lo que pasó aquel día y recordó que Fortuna le dijo que iba para el salón de belleza y cuando regresó la notó hasta más desaliñada que antes.
—¿Qué te pasó, mujer? —le preguntó.
—Qué ordinario eres, no sabes nada de modas —respondió Fortuna a su marido. La mujer amarró la cara y no le dirigió la palabra en tres días.
Ya había pasado casi una semana desde ese hecho, cuando el amigazo de Fausto le dio la infortunada noticia. El hombre que había sido pasado por la parrilla no dijo ni reclamó nada. Sencillamente, se fue de la casa y desde entonces reside en el apartamento de su hermana, en Villa Gabriela.
Fausto estaba tan deprimido que se iba a chupar solo a una cantina de Calle 17. Sentado frente a la barra, apoyado con una muleta de madera, le confesaba al cantinero que su mujer salía con otro hombre, seguramente más joven. El hombre del bar en vez de darle buenos consejos, le echó ‘gasolina al fuego’ y le recomendó que le diera duro en la cabeza, con la muleta.
Los compañeros de la estafeta postal donde trabajaba Fortuna siempre le decían que hacía honor a su nombre porque cargaba un tesoro al final de sus espaldas que llenaba de ambición a cualquier hombre que se lo viera. Ella era una madurita que se veía muy bien para sus casi 50 abriles. Sus sentaderas eran tan prominentes que los trabajadores postales le decían que las tenía más grandes que los sacos de la correspondencia. Ella dizque se ponía brava, pero bien que le gustaba. Patricio era el que más la jodía. Él era un pela’o de 27 años que no terminó la escuela, pero como hizo campaña para el CD en San Miguelito, le dieron una chamba de 400 palitos que lo tenía contento.
Patricio dio y dio hasta que se la levantó un día después de que salieron del trabajo. La llevó a un restaurantito baratón por la Avenida Perú y mientras comían un flan de cajeta le habló tan cerca al oído que Fortuna sintió su aliento en la oreja y se le erizó todo, hasta los vellos del cuerpo. Fue entonces que él le propuso ir a la pensión.
Fue la única vez que lo hicieron porque a Fortuna no le gustó. Era pura boca y a la hora de la hora resultó un polvito de gallo.
Así no pensó en eso más y se dedicó a buscar por todos lados a su cojo. Lo buscó por todos lados, sin dar con su paradero. Nunca se imaginó que estaría con su hermana, ya que ambos no se llevaban bien desde hace muchos años. La quemona lo buscó en la cárcel, en el hospital y hasta en la morgue, hasta que alguien le dijo que estaba en Villa Gabriela, porque lo han visto abordar bus en esa parada.
A pesar de su problema de discapacidad, Fausto se pegaba unas, al punto que el cantinero tenía que meterlo en un taxi y mandarlo para la casa. Gracias a Dios, su hermana Cecilia le acomodó en un cuarto, con baño y servicio separado.
Una madrugada, Fortuna iba a sacar un cita médica a Calle 17 porque estaba teniendo unos ardores para orinar y se topó con Fausto, quien salía bien empetrolado de una cantina, con su muleta y su carga de borrachera. Fortuna se alegró tanto de verlo, que ni le reclamó por haberse largado de la casa, sin dejar pista ni huellas.
Pero en vez de alegrarse, Fausto se dio la em... berracada de su vida. Cuando estaba sobrio, le daba por deprimirse, pero el alcohol lo puso violento. Primero perdió el balance y cayó al piso, ocasionándose una herida en su pierna sana, la izquierda. Como estaba cerca de la policlínica fue atendido de urgencia. La hermana Cecilia, quien sabía todo el cuento de la infidelidad, llegó y discutió con Fortuna.
Pero Fortuna le ripostó que no se metiera en la relación con su marido y que el que estuviera libre de pecado que tirara la primera piedra. Con lágrimas en los ojos dijo que solo Fausto podía hacerla sentirse mujer.
—Lo amo, lo amo más que a mi vida — gritaba Fortuna frente a todos. Desde dentro del consultorio, Fausto estaba escuchando la pega y se conmovió tanto que comenzó a llorar frente al doctor. El médico pensó que era de dolor, pero Fausto gritó desde adentro del consultorio: ‘yo también te amo, mi Fortuna’
Se reconciliaron en el mismo cuarto de urgencia. Salieron abrazados, aunque con dificultad, porque la muleta estaba quebrada. Abordaron un taxi y regresaron a casa, donde Fortuna lo atendió como un rey y le curaba con todo el cuidado del mundo su pierna herida.