El borrachín incorregible
- miércoles 18 de septiembre de 2019 - 12:00 AM
Decía Efigenio que él ‘tomaba para olvidar', pues había tenido varias crisis amorosas. Y luego prometía a los que le escuchaban que dejaría el licor. Pero luego ‘olvidaba para tomar', pues no se acordaba de haber prometido nada cuando quería entrarle al guaro por enésima vez. ‘Promesas de borracho' decían.
No era posible recordar cuándo le había sobrevenido esta costumbre. Desde muy joven se había casado con el frasco. Y era común verlo, los fines de semana ‘enfrascado' a besos con la botella.
Este pasatiempo suyo se volvió un problema para todos, porque no había evento público al que no llegase autoinvitado el muy sociable hombre, para dar un espectáculo bochornoso. ‘Qué más quieren, les anima la fiesta su propio borracho. No tienen que traerlo de fuera'. Y es que él decía que era más valioso ser un borracho conocido que un alcohólico anónimo. De ahí que temblara cuando le sugerían entrar a la famosa entidad: ‘¿Y perder mi pasatiempo favorito? Ni pensarlo', contestaba entre un hipo y otro.
Pero ser borrachín empedernido no era el único mal hábito de Efigenio. Le gustaba jugar bromas pesadas, afición que empeoraba cuando estaba en fuego. Así que se presentaba en los velorios y reía; llegaba a los cumpleaños y lloraba. Algunos se lo tomaban a broma y reían indulgentes: ‘Es Efigenio, el borrachín incorregible'. Pero a otros aquello les caía como una patada en las partes blandas.
El bebedor se sentía gracioso, popular, famoso, como muchos personajes del barrio; pero no se daba cuenta de que era ridículo y que la ridiculez también da fama. Por supuesto, no se podía beber en la calle. Pero él salía de los bares hasta los topes, y a veces, de su casa también. Como se llamaba Efigenio, nada más natural que le dijesen ‘Genio', como sucede igual a los Eugenios. Pero él tenía que aguantar que, con el viejo chiste, lo comparasen con el genio de la botella: ‘nada más destapan una y él aparece, ja, ja'. Más de una vez se durmió en las bancas de un parque y se levantó sin zapatos y sin medias. En otra ocasión fue a subir a un colectivo y tropezó, cayendo despatarrado en el estribo. ‘Llévense a ese borracho', bramó el conductor y dos nobles personas lo tomaron en brazo y lo sentaron en la parada. Pero todavía tuvo ocasiones peores.
Sentado al fondo de un bus se sintió mareado, y devolvió lo que había tomado, y aquello que arrojó llegó a las sandalias de una dama sentada adelante. Eso fue todo para el campeón. Dos grandulones lo tomaron en brazos y lo bajaron del autobús. Pero no lo sentaron en la parada. No. Lo que hicieron fue darle una paliza para consumir allí y para llevar para la casa. Perdió algunos dientes, le apagaron un ojo y casi le cambian las orejas de posición.
Por primera vez Genio meditó seriamente, cuando volvió a la sobriedad, si sería mejor dejar el guaro porque se le había pasado la borrachera, pero no la hinchazón ni los dolores.
La fuerza de voluntad, sin embargo, se afina a golpes de yunque y martillo, y en el caso de Genio, se afinaría a punta de cachetadas y toletazos. Una noche, a causa del mareo espirituoso (por los tragos, pues) no dio con la entrada de su casa, sino con una ajena, y mientras él intentaba entrar con una llave que, por supuesto, no funcionaba, la asustada dueña llamó a la policía. Cuando los uniformados llegaron le arrearon a Genio una paliza de padre y señor nuestro.
Hoy, Efigenio medita, mientras contempla sus yesos, cuantos golpes (literalmente en su caso) se necesitan en la vida para distanciarse de un vicio fatal.