El día 22 de abril de 1984 me convertí en padre. Llegó a este mundo don Alfredo Felipe Hernández Patiño. Más adelante vinieron a hacerle compañía Alejandro Alirio, quien nació el 20 de abril de 1987 y luego Alberto René el 24 de febrero de 1988. Cuando mi esposa estaba embarazada lo primero que compré fue una mecedora. No quería que su espalda sufriera a la hora de amamantar o acurrucar a sus hijos. A pesas de mi epilepsia compartí los desvelos. Eso de dejarle toda la carga del cuidado y las levantadas de madrugada no era justo. Desde pequeño le enseñé a los hijos poesías y canciones de la inspiración de mi gran maestro Gonzalo Brenes Candanedo. Fue hermoso y sin igual cuando Alfredo le declamó a su madre “El Besito.” Es una poesía con un significado extraordinario. Cuando Tere la escuchó cayó rendida a los pies de su hijo. En ese momento iba a cumplir tres años.
Mis hijos fueron precoces en todo. A los dos años ya manejaban bicicletas sin la ayuda de las rueditas traseras. Al año y medio ya iban al baño solitos. ¿Cómo se logró eso? Con la dedicación y la orientación de sus padres. Cuando iban a cumplir un año, cada vez que me levantaba a orinar, los llevaba, uno a uno, a hacer lo mismo. Pronto aprendieron la lección. Fue cómico cuando vimos a Alfredo perder la orientación y en vez de orinar en el inodoro lo hizo en un masetero. Lo importante es que ya se levantaba de la cama a hacer su necesidad. Muchas veces se le trancó la nariz a tal extremo que la succionadora de mocos no funcionaba. En ese momento entraba en escena papa. Ponía mi boca sobre sus fosas nasales y con fuerza lograba despejar sus vías respiratorias. Y qué decir de Alejandro que desde el vientre se chupaba los dedos. También le apliqué una técnica que lo libró de dientes disparejos y de labios bembones. Sé que algunos lectores desean saber cómo lo hice, pero quienes deseen conocerla que me escriban al privado.
Para ser buen papá se requiere dedicar tiempo de calidad, donde la atención esté enfocada en los hijos. Esto puede ser jugar, leer un cuento, cenar juntos sin distracciones tecnológicas, o escucharlos hablar de su día. La presencia constante del padre brinda seguridad y muestra que son una prioridad. Practica la escucha activa para que los hijos se abran sin miedo a ser juzgados. Presta atención a lo que dicen y a cómo lo dicen, incluso a lo que no expresan con palabras. Valida los sentimientos y enséñales a expresar sus emociones de manera saludable. Los hijos necesitan saber que los amas por quienes son, no por lo que hacen. El amor incondicional les da la base para desarrollar una buena autoestima y seguridad. Acéptalos con sus fortalezas y debilidades, celebrando sus logros y apoyándolos en sus desafíos. Los límites son esenciales para la seguridad y el desarrollo de tus hijos. Define reglas claras y razonables, y sé consistente en su aplicación. Esto les enseña disciplina, respeto y les ayuda a entender las consecuencias de sus acciones. Explica el “porqué” de las reglas para que las entiendan mejor. El padre tiene que ser un modelo. Tenemos que ser el mejor ejemplo en todo.
Desde muy temprano hay que fomentar la independencia de los hijos y que aprendan el valor de la resiliencia. Esto les ayuda a desarrollar independencia, confianza y habilidades cruciales para la vida. Apóyalos en sus fracasos y ayúdalos a levantarse. Recuerda que cada hijo es único. El molde en el que vino se rompió desde el nacimiento por lo tanto no juzgues ni los compares con otros vástagos. Aprende a dar amor incondicional y a estar siempre allí, en especial en los tiempos de la adolescencia. Recuerdo que cuando me casé solo le pedí a Dios que me permitiera estar en mi hogar por lo menos durante la adolescencia de mis hijos. Hoy Alfredo tiene 41 años, Alejandro 38 y Alberto 37. No hay duda alguna... mi Dios me concedió mi deseo y mucho más. Abrazos y felicidades a quienes hoy abrazan la noble misión de ser Padres. Dios nos bendiga.