El debate político ha terminado reducido a la confrontación de grupos, que presionan al gobernante para que cumpla con todo aquello que buscando votos, prometió en la campaña electoral. Esta dinámica le facilita las cosas a los gobiernos, porque ante el predecible incumplimiento, la respuesta ciudadana es el simplemente el conocido “pase de factura”. En cambio, no se habla de la inobservancia de los derechos fundamentales y humanos consignados en la Constitución, por tener consecuencias jurídico-políticas delicadas.

De cada elección sale una categoría especial de funcionarios, que por mandato legal, actuarán en determinados espacios institucionales, representando los intereses de los ciudadanos de su circunscripción. Sin embargo, las experiencias vividas revelan que sus actuaciones corresponden a agendas ajenas a los votantes, que contrastan con las expectativas y deseos de sus mandantes.

Esta desconexión entre los ciudadanos y sus representantes, aunque se desarrolle dentro del marco institucional, no da lugar al desarrollo y construir de amplios consensos ciudadanos “sanos”, por la falta de consulta y la rendición de cuentas a sus votantes.

Los líderes son otra cosa. Son los verdaderos voceros reconocidos por las comunidades, no por la fuerza de los votos, sino por la capacidad política, honestidad demostrada, y lo que es más, sin poseer credenciales que los legitimen, personalizan sus verdaderos ideales y aspiraciones. La paradoja es que con todo a sus méritos y reconocimientos, el líder difícilmente resulta ungido con el voto, pues ante un maletín repleto y “un chorro de cuentos”, los liderazgos siempre terminan naufragando en las urnas.

Para nadie es un secreto, que hoy la mayoría de los “funcionarios de elección popular” han llegado a sus cargos por medio de prácticas “electoreras”. Pero allí están, “actuando” sin contactarnos, y hablando “dizque” de nuestras necesidades, y lo peor, comprometiéndose en nombre de los mejores intereses nacionales.