Mis viajes por las fincas bananeras me hicieron apreciar más el sabor del guineo. Hoy, la combinación con el pan es un manjar de reyes. Lo mismo cuando recuerdo lo que conocía como rompepecho y un duce llamado harta pobre. Era tan grande que te mataba el hambre por muchas horas. Nuestra poeta Doris Jurado hace remembranzas de esos alimentos sencillos con sabor a gloria, y dice: “En los caserones viejos de madera había hogares donde el esqueleto de una refri simulaba ser una repisa vacía. Algunas veces mostraba un adorno, una lata con una flor plástica vieja. La estufa con un quemador inservible, otro recuerdo que servía de alacena para guardar ollas, pailas y enseres, dando la apariencia de un rincón moderno sin el uso apropiado.
Encontrábamos algunos galones grandes de aceites que servían de maceteros. Recuerdo que en algunas aceras el aseo colocaba uno cuyo propósito era para depositar basura callejera. Como carecían de tapa, se llenaban de lluvia y alimañas. Sin embargo, a pesar de las carencias y el olor a húmedo, o a guardado, en algunos de esos cuartos oscuros sus habitantes eran apoyados por la empatía de sus vecinos. Proveían a las madres solteras o maltratadas de sus “tres palos”, como les decían a las tres comidas del día, para ella y sus niños.
Por lo general, los almuerzos consistían en arroz pelao o con una tortita de tuna con huevo y espinacas cosechadas en las latas fuera de la ventana. ¡Ah!, no faltaba la tajada de plátano maduro. ¡Todo un banquete! En el fogón, los porotos o lentejas de la vecina que serían parte de la cena. Olores inolvidables.
Todos los días el menú variaba según lo que les regalaban. Cuando no era tuna con huevo, era guisada, o sopita de hueso blanco, o plátano hervido con un refrito o con papitas. De vez en CUANDO, enseñaban a sus niños mayores a sacar las espinas de pequeños “pescaos guisaos”. También, bacalao con verduras que sabían a gloria. Sus pancitas estaban satisfechas. Al rato, después de la digestión, una buena siesta.
Esas madres eran agradecidas. Lavaban o planchaban la ropa de sus benefactoras. En ocasiones, limpiaban sus cuartos. Al anochecer, antes de dormir, todos esperaban su taza de té de hierba de limón o algo tibio y la mitad de una michita de pan y a soñar.” Así termina su relato nuestra poeta Doris Jurado. ¡De seguro que muchos de mis lectores recuerdan con nostalgia esa niñez de carencias, pero los alimentos sabían a gloria, incluyendo la leche care que regalaba el programa de Alianza para el progreso! Abrazos y me retiro a tomar un té de yerba de limón. Es una infusión tranquilizante. Dios nos bendiga.