El brazo del deseo
- sábado 07 de abril de 2018 - 12:00 AM
Miguel tenía 35 años ‘felizmente' casado e igual cantidad en esa empresa. ‘Toda una autoridad en el trabajo', comentaban sus compañeros, para quienes había sido un excelente maestro cuando ellos llegaron con varios diplomas debajo del brazo, pero cero conocimiento de la práctica.
El día que lo iban a despedir del trabajo, y que caería en la cárcel, Miguel se levantó más temprano que nunca, agobiado por la idea de marcar tarde debido a los tranques descomunales. Nada en el entorno presagiaba el desenlace de los hechos de ese día. A las diez bajó a tomar su café y lo saludó Natalia, a quien secretamente admiraba por sus tetas faraónicas.
Esa mañana, el pecado puso en juego todos sus tentáculos y, como de seguro, ya la debacle de Miguel estaba escrita, coincidieron en la misma mesa, a la que ella llegó porque no había puestos libres y, para sorpresa de él, ella dijo en voz alta: ‘Por favor, compañero, ponga más lejos ese brazo peludo que usted no se imagina el peligro que representa para mí ver un brazo de hombre lleno de vellos, por favor, que yo llevo once años en cuarentena y no quiero tentaciones cerca de mí, me provoca es hundir mis dedos en ese brazo, zape de aquí, gallinazo'.
Una corriente demoledora recorrió el vientre de Miguel, quien pasó una hora completa imaginándose perdido en los brazos de Natalia, hundido en ese cuerpo que debía estar sediento de caricias de hombre, y él complaciéndola a todo meter. Fue a golpe de tres de la tarde que la vio pasar rumbo al baño, y se levantó de su puesto para admirar ese vaivén de caderas que a él le parecía una abierta provocación. No pudo lidiar con las sensaciones y salió rumbo al área donde estaban los sanitarios.
Y, como cosa del mismo diablo, pensó entrar al baño de damas, pero no se movió porque vio salir a Pimentel, el único compañero que siempre le había tenido inquina porque él, por malhablado, no lo invitó a la fiesta de bodas de su hija mayor. Le preguntó aquel que qué hacía parado allí, y Miguel le dijo que estaba ahí esperando que él saliera porque no le gustaba entrar a un sanitario cuando otro se demoraba mucho, pues eso era evidencia de que estaba en funciones mayores, y no era nada agradable percibir hedores ajenos.
El otro pareció encorajinarse y le gritó: ‘Mira que no, yo tengo bien educado mi organismo, y jamás, óyelo bien, jamás, en 40 años de trabajar aquí he usado el servicio para otra cosa que no sea orinar', y se fue con un caminado furioso. La palabrería dejó a Miguel con ganas de meterle tres cafás, pero en eso salía Natalia del ala opuesta y le sonrió seductoramente.
No hubo ninguna comunicación verbal. Una mirada de ella bastó para que Miguel se decidiera y entró a los baños femeninos, donde Natalia desgajó todos sus deseos reprimidos, y se sació metiendo su nariz por las zonas más velludas de su compañero, a quien convenció total y placenteramente de que era cierto que los vellos masculinos le prendían a ella todas las alarmas.
Nada hubiera pasado si no se hubieran puesto golosos, no se conformaron con uno, fueron por más, y en el tercer acto los sorprendió el mismo gerente, un don añoso que le tenía puesto el ojo a Natalia. ‘Estás despedido sin derecho a nada, Miguel Asturias, vete ya de mi empresa, lárgate, has quebrantado todas las normas del respeto, ni medio centavo te voy a pagar', gritó el vejete a punto de sufrir una rabieta.
Oír que estaba despedido lo hizo volver a la realidad, pero no pudo lidiar con las emociones y se fue al puesto de Pimentel, seguro de que era él quien había soplado el asunto. Lo agarró desprevenido y de una trompada le borró la risa de burla de aquel. Luego lo demolió a punta de puñete y le estrelló reiteradamente la cabeza contra la pared, dejándolo en un coma profundo del que no salió. Del trabajo, pasó Miguel directo a la cárcel.