Amor malo

Analida vino a la capital a reunir unos reales para comprarle la corona y los vestidos que usaría su sobrina en las fiestas de Momo
  • domingo 26 de febrero de 2017 - 12:00 AM

Analida vino a la capital a reunir unos reales para comprarle la corona y los vestidos que usaría su sobrina en las fiestas de Momo, de la cual había sido elegida reina tras un cerrado concurso con otras cuatro lugareñas, a las que les ganó porque un funcionario, que andaba perdido por esas campiñas revisando las cuentas del mandamás, le donó veinte dólares de su propio bolsillo, suma que marcó la diferencia. Para lograr sus fines solo traía ganas, decisión y el talento natural que se consolidaba al recordar las palabras filosofales dichas por una mujer experta en los negocios del cuerpo: ‘Se puede llegar al fin del mundo con prudencia, cabeza fría, un celular y buena administración de lo del centro'. Con ese equipaje arribó Analida a la metrópoli panameña, donde pronto se llevó la gran desilusión porque el mercado estaba saturado, muchas foráneas y nacionales igual o más buenonas que ella, exhibiendo por todas partes los mismos atributos, algunos producto del bisturí y otros tan naturales como los suyos. La tarifa capitalina era inferior a la que ella tenía en mente, por lo que le tocó trabajar casi las 24 horas. La suerte se le volteó más cuando pasó del trato comercial a uno personal con Diomedes, quien le contó que tenía muchas heridas en el alma, aunque aclaró que ninguna relación se terminó por falta de atención íntima, y dijo ‘en eso yo soy muy delicado, les doy lo que me piden, si quieren una caricia prohibida, allá encuentran a Diomedes, siempre dispuesto a complacer hasta en esos detalles que algunos llaman trabajo sucio'. A ella se le aguaron los ojos tras oírlo y lo mudó enseguida para su cuarto, donde pasaron tres días con sus noches en un cuerpo a cuerpo tan sabroso que olvidaron que la vida exige bañarse y comer. Tres lengüetazos de Diomedes en el talento de Analida y que le arrancaron a ella un chillido de placer, bastaron para que mandara a mejor vida la compra de la corona y los vestidos de su sobrina, también los trabajitos pagados. ‘Ahora eres mi mujer y ya no puedes seguir en eso', le dijo Diomedes cuando recobraron la cordura, pero pasó una semana y él no daba señales de salir al trabajo. ‘Ni estoy de vacaciones ni incapacitado ni de tiempo compensatorio ni nada, sencillamente no trabajo, solo de vez en cuando', le contestó cuando Analida lo acosó a preguntas; le tocó a ella pellizcar los ahorritos para comer, pero cuando Diomedes pidió para las pintas, se negó y lo amenazó con sacarlo del cuarto si no buscaba trabajo.

Silencio fue la respuesta de Diomedes, quien a partir de esa noche la castigó y se mudó para el sofá, adonde llegaba ella a golpe de madrugada a suplicarle atención. En vano luchó para que el marido le diera lo suyo, el hombre estaba decidido a no dar su brazo a torcer y utilizaba la intimidad para que ella reculara. Ganó él una semana después, cuando Analida no pudo más con el ardor de sus entrañas y se le subió encima totalmente desnuda y húmeda, suplicante, llorosa y con un billete grande en la mano que Diomedes no tuvo reparo en recibir. Le pagó con un trabajo maluco y flojo, que la dejó a ella más picada que nunca y gritándole ‘más, más, por favor'. ‘Otro cuesta el doble', dijo aquel y ella aceptó porque las ganas de hombre se le desbordaban y eso la martirizaba. Amaneció él con cien dólares y temprano se encaminó a la cantina, donde a golpe de mediodía llegó Analida vuelta el diablo. Lo halló de espaldas y ahí mismo le asestó un banquetazo en la cabeza. Se lo quitaron a duras penas, pero el dueño del bar la acusó y quedó presa por intento de homicidio premeditado, a traición y otros cargos. El domingo de Carnaval amaneció en la cárcel mientras que la sobrina, en su coronación, lució un traje de papel manila y una corona de hoja de yuca.

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