El vicario que mató a toda su familia y desapareció por 19 años

Crimen se perpetró en Estados Unidos en 1971, en una apacible casa de Westfield, Nueva Jersey
  • domingo 10 de agosto de 2025 - 12:00 AM

Nadie supo nunca por qué la casa de la avenida Hillside, en el apacible pueblo de Westfield, parecía mirar con tanta tristeza a quienes pasaban. Era una mansión victoriana de diecinueve habitaciones, coronada por una claraboya que, según las leyendas, había sido firmada por Tiffany. Pero más que luz, aquella vidriera dejaba pasar una oscuridad fría, como si filtrara la esperanza misma.

Allí vivía el señor John Emil List, un hombre recto, meticuloso hasta el extremo, de fe luterana inquebrantable y porte de predicador derrotado. Era un contador, pero hablaba como si llevara la contabilidad de las almas, no de los números. Su esposa Helen, marchita por dentro y por fuera, se deslizaba por los pasillos como un espectro desorientado, la piel gris, la voz rota, la mirada opaca. Sus hijos, Patricia, John Frederick y Frederick, crecían como flores bajo la sombra de un árbol sin savia. Y en el ático, lejos de todos, la anciana Alma —madre de John— rezaba mientras el mundo se deshacía abajo.

Los vecinos decían que los List eran reservados, incluso extrañamente ausentes, como si vivieran en otra época o en otro plano. Las luces de la casa nunca se apagaban. Día y noche, cada ventana era un ojo abierto. Y sin embargo, no se escuchaba un solo paso, ni risas, ni llantos, ni siquiera el susurro de la radio... salvo cuando se sintonizaban himnos religiosos que se repetían como una letanía infernal.

Una mañana gris de noviembre de 1971, John se vistió con su traje más sobrio, desayunó en silencio, besó el crucifijo que llevaba colgado del cuello... y comenzó su liturgia final.

Primero fue Helen. Un disparo seco en la nuca. Ni un grito. Ni un forcejeo. Solo el eco hueco del juicio divino.

Luego subió al ático, donde su madre lo recibió con un dulce “¿Vienes a orar, hijo?”.

—Sí, madre —respondió él.

Y le disparó en el ojo izquierdo.

Esperó, almorzó con calma, limpió los rastros, puso en orden los documentos, firmó cheques, canceló cuentas. Como un sacerdote en medio de una misa de muerte.

Cuando Patricia y Frederick regresaron de la escuela, los recibió en la entrada, con una sonrisa que parecía congelada desde hacía años. Los mató de espaldas, como a su madre. El amor no admite contemplaciones.

Después fue al partido de fútbol de su hijo mayor. Lo animó. Lo aplaudió. Lo llevó a casa. Allí, el muchacho se resistió. El revólver falló una vez. Pero el padre insistió. Disparó. Disparó. Disparó.

Cinco cuerpos. Cinco almas rescatadas del pecado del mundo.

John los colocó con cuidado en sacos de dormir. El salón de baile se convirtió en su catedral privada, en una tumba colectiva donde los vitrales brillaban como ojos de un dios ausente. A su madre la dejó en el ático. No merecía la compañía de los otros, dijo.

Entonces escribió. Cinco páginas. Una confesión, sí, pero también un sermón. “Los he salvado”, dijo. “Demasiada maldad en el mundo. Era mi deber llevarlos al cielo”.

Antes de irse, bajó la calefacción para conservar los cuerpos. Quitó su rostro de cada fotografía familiar. Sintonizó una emisora de himnos religiosos. Y cerró la puerta de Breeze Knoll para siempre.

No se supo de ellos hasta diciembre. Casi un mes después. Las luces seguían encendidas, pero ya no había más electricidad. Las bombillas se fundieron una por una, como estrellas moribundas. Cuando la policía entró, lo hizo por una ventana sin llave. Y hallaron el altar de un loco que se creía Dios.

Durante diecinueve años, John List vagó como una sombra con nombre falso. En Denver, fue Bob Clark. Trabajaba. Iba a la iglesia. Cantaba salmos. Se casó con otra mujer, como si la anterior no hubiese existido. Pero el pasado lo seguía como un perro hambriento.

En 1989, su rostro reconstruido en arcilla apareció en televisión, en un programa llamado “Los Más Buscados de América”. Lo atraparon menos de dos semanas después. Y entonces el monstruo habló con voz de hombre:

—No lo hice por odio —dijo—. Lo hice por amor. Si me hubiera suicidado, jamás los habría vuelto a ver en el cielo.

El tribunal no aceptó su evangelio retorcido. Cinco cadenas perpetuas, una por cada alma que había redimido con balas.

Murió en prisión en 2008, por neumonía. Algunos dicen que sus últimos días los pasó mirando al techo, murmurando nombres, repasando cuentas celestiales que nunca cuadraban. Otros aseguran que, justo antes de morir, levantó la cabeza y sonrió.

—Ya vienen —susurró—. Ya escucho sus pasos en el pasillo.

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