- lunes 26 de mayo de 2025 - 12:00 AM
Analistas coinciden en que, por su edad, el púgil no pudo defenderse en los primeros asaltos de un combate que no paralizó al país. Sumando a los que lo seguían por la transmisión en directo, no eran muchos miles; nada comparable con aquellos combates de antaño, cuando no existían las pantallas y todo el mundo estaba pendiente. El púgil, que además no vestía de rojo como esperaba la fanaticada, se mostraba muy cansado y sin ánimos frente a un combate pactado a un número indefinido de asaltos.
Sonó la campana y salieron al ruedo. Dame que te doy. No hubo tiempo de reconocimiento ni tanteo alguno. Y como les dije arriba, aunque el veterano se notaba agotado, empezó a tirar puñete desde su esquina, asesorado por varios entoga’os. Se miraban frente a frente, se lanzaban golpes y luego descansaban. En este combate se permitían recesos para necesidades fisiológicas.
A medida que avanzaba la tarde, el cansancio era cada vez más evidente. Los espectadores, desde sus celulares y computadoras, comenzaban a aburrirse de tanta andanada de palabras. Palabras y más palabras. Si las palabras se vendieran por peso, se habría recogido un gran botín.
El sol se marchó. Cayó la noche y los púgiles seguían en el cuadrilátero. En juego estaba la soltura del boxeador más longevo del movimiento sindical. Un par de golpes más y ¡pum!, lo mandaron, no al hospital, sino directo a una celda carcelaria. Pero esto no es el final. Vienen otros asaltos.