Desde la cima del cerro más alto, donde la brisa juega con las hojas de los árboles, un dragón de Komodo observa con ojos penetrantes el devenir del pueblo. Su figura se yergue imponente, como una estatua viva esculpida en piedra, pero su quietud es solo una máscara que oculta su voracidad.
Su lengua serpentea sin descanso, explorando el aire en busca de presas, mientras la saliva cae como lágrimas envenenadas. En las faldas del cerro, un parque bulle de vida infantil, un oasis de risas y juegos que seduce al más monstruoso de los reptiles. El dragón acecha, sus sentidos alerta, una máquina de caza diseñada por la naturaleza para destruir.
En nuestra sociedad, abundan estos dragones en forma humana, depredadores que acechan bajo el manto de la impunidad y la complicidad. Son los depravados abusadores y violadores de niños, seres que desgarran la inocencia con sus garras de perversión.
Como el dragón de Komodo, estos depredadores se mueven con sigilo, protegidos por la sombra de alguno de los poderes sociales y la inacción de las autoridades. Atacan sin piedad, dejando a su paso el dolor insondable de vidas destrozadas y sueños pulverizados.
Las estadísticas son desgarradoras: cientos de niños sufren el horror del abuso y la violación cada año. Sus voces silenciadas claman por justicia en una sociedad que a menudo prefiere cerrar los ojos para no mirar la oscuridad.
Cada mordisco de estos dragones pedófilos es un acto de violencia que mutila la humanidad de sus víctimas, dejando cicatrices invisibles en el alma. No hay excusa ni justificación para su existencia, solo la urgente necesidad de erradicarlos, de meterlos presos para que paguen por su despreciable crimen.
Es hora de que la luz de la verdad disipe las sombras de la impunidad y la indiferencia. Es tiempo de alzar la voz en defensa de los más vulnerables y asegurar un futuro donde los dragones sean solo criaturas de fábula, y los niños puedan crecer libres del miedo y el dolor.