- jueves 05 de mayo de 2016 - 12:00 AM
Cuando vi a mi mujer volver del trabajo tan maquillada como había salido en la mañana, se me revolvió el bichito de los celos que ataca a todo el que ha vivido la experiencia del amor.
Yo me autocalificaba como feo con mayúscula, algo pasado de peso y con un poquito de barriga, tacaño unas veces, glotón otras, y hasta lengüilargo, en contadas ocasiones, sobre todo en el trabajo, porque las compañeras se agarran con unos cuentos tan picantes que nos obligan a hablar lo que no debemos, pero pendejo, ni una hebra. Así que desde esa tarde activé el chip de la observación y me armé de paciencia. Cambié la cama matrimonial por el sillón mientras duraban mis pesquisas. ‘Me siento mal del estómago y no quiero incomodarte con algún hedor', le dije a ella cuando me preguntó el porqué. Me mantuve firme cuando mi mujer se me arrimó al sofá con, según dijo y manifestó con caricias, ganas de que yo le diera lo que todavía le correspondía. Mis ideas acerca de la infidelidad, que deben considerar todos los que se casan, eran claras, un hombre puede tirarse a una mujer que haya estado con otro, pero a la de uno, no, si a esa se la come otro mientras vive con uno como esposa, no se le vuelve a tocar más, esa cuca desaparece para siempre del mapa femenino, tal como decía mi tío Cundo ‘después de un cogío de otro el pito de uno sobra'.
Llevaba una semana fuera del lecho conyugal cuando le cogí el celular mientras se bañaba y se lo llevé a un experto que lo abrió con facilidad; hallé fotos y todo el cuerpo del delito. Regresé a mi casa y la encaré. Lo negó al principio, pero yo le jugué chueco y le prometí que si me decía la verdad la perdonaría. Ella cayó en la trampa y hasta me dijo el nombre del infeliz con el que me estaba traicionado. ‘Seis meses', me contestó cuando le pregunté desde cuándo. ‘O sea que llevo medio año haciéndolas de pendejo', pensé y no pude evitar que la ira me dominara, solo pude canalizarla a través de los golpes que le di, por lo que me llevaron preso. Allá, guardadito, averigüé los datos del hombre que me había jodido, y para no quedar yo como el único pendejo, logré salir dos días después, y me fui hasta la casa del tal Alejandro, y para dicha mía, solo estaba la esposa, a la que le eché el cuento completito y le mostré las fotos, los mensajes y las llamadas, la puse al pendiente con lujo de detalles, agregué que había sospechado porque mi exmujer, últimamente, andaba con mucho dinero. Ante esto, la otra se echó a llorar y me dijo que el infeliz ese llevaba seis meses recortándole la plata de la comida. La dejé endiablada y me fui al trabajo del Alejandro, un grandulón que se volvió una niña apenas me le enfrenté. Lo saqué del escritorio por la corbata y lo bañé en sangre del primer trompón. Él negó todo y me acusó de estar calumniándolo, pero yo le saqué el celular y delante de todos dije que él y mi exmujer eran amantes. Vino un seguridad que quería aquietarme con amenazas, pero yo fui más vivo y le saqué el arma, con ella en alto corrí en busca del desdichado que me humilló, y lo saqué del baño advirtiéndole que si no se arrodillaba y me pedía perdón lo mataría sin lástima. Las mujeres, como siempre, clamaban auxilio y se metían debajo de lo que hallaran. No sé de qué punto vino el disparo que me tumbó el arma. Yo no me amedrenté y aproveché que del susto mi rival estaba tembloroso y lo desnudé para que todos se burlaran de él. Y me fui. Hasta el sol de hoy no he vuelto a buscar a mi ex, porque yo soy feo, pero no pendejo, y, por tanto, no perdono eso.
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Ojo: Luces largas con la que vuelve maquilladita.
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Refrán: El pendejo ni al cielo va, lo joden acá y lo joden allá.