La viuda caprichosa
- jueves 25 de abril de 2019 - 12:00 AM
No cualquiera se atreve a retozar con la viuda en su lecho conyugal; se necesita mucha valentía y cero pudor para menearse en la cama de una mujer cuyo marido está recién muerto.
Jaime y muchos del vecindario sintieron el llamado al pecado cuando Luviana quedó viuda, a todos se les hacía agua la boca por sus tetas grandotas y su trasero que le combinaba en tamaño a las lolas que fueron por siempre la perdición del difunto y la admiración de un sinfín de caballeros que a solas soñaban con que Luviana les hiciera la rusa o los amamantara en seco.
Solo fueron sueños eróticos de muchos, porque ella, hasta la muerte del marido, fue fiel a la fama de las mujeres de su familia que pregonaban ‘ser mujeres de un solo hombre', y cuando este fue llamado al otro lado, se entregó a un luto riguroso y paró a los pretendientes diciéndoles: ‘No crean que conmigo pasará lo que decía Martín, mi difunto esposo, un hombre de verdad, no de esos de papelillo que ahora hay por todos lados, a cada rato él pregonaba: Las lágrimas de la viuda pierden su amargura desde el momento en que se acerque a enjugarlas la mano del amor'.
Pero la vida le tenía un plan distinto, se le dañó el inodoro, y le pidió a Jaime que fuera a repararlo; aquel llegó, hizo su trabajo y se fue enseguida, sin mostrar ningún interés en Luviana, a quien le dolió que el plomero no la mirara con deseo, y se empeñó en coquetearle; desde ese día se quitó el luto y empezó a vestirse sensualmente. Aunque indeciso, primero, Jaime no pudo sobrevivir a las tetas descomunales, y pronto quedó enculado con ella, que le exigió matrimonio o no habría cuca.
‘Oído y oreja, Jaime, primero el papel y después el tropel', anunció Luviana mientras le desnudaba las tetonzonas y rápidamente se las escondía de nuevo en un juego lujurioso que no resistieron los 39 años de Jaime en soledad; una hora después dijo que sí, que se casaría con ella lo más pronto posible; tampoco pudo decir que no cuando la viuda dijo que vivirían en la casa de ella.
La soltería de ambos duró lo que tardaron en los trámites, tiempo en el que Jaime ‘penó' intensamente tan solo con recordar las tetas de su prometida, y se llenaba de aguas al imaginarse pegado a ellas horas y horas. El día de la boda se levantó al amanecer, y antes de ir al Juzgado pasó por una mueblería comprando una cama, porque se le hacía duro acostarse y tirarse a Luviana en la cama donde ella lo había hecho, quizás millones de veces, con el difunto.
Fue casi a las seis y media, cuando se retiraron los que fueron al brindis de la boda, mujeres en su mayoría, que la nueva pareja entró a la recámara, ya como marido y mujer. Jaime, ganoso, aprovechó que su esposa entró al baño para sacar al patio el colchón del matrimonio anterior, luego desarmó la estructura, que también puso afuera, e instaló la cama nueva, donde se acostó desnudo y ‘100% dispuesto'.
‘Dios, cómo se te ocurre, qué has hecho, quita esa cama nueva y mete la otra, ahí seguiré durmiendo el resto de mi vida', gritó ella llorando caprichosamente. Como Jaime no daba señales de levantarse, sino que la llamaba seductoramente a meterse a la cama con él, Luviana se vistió y salió al patio a buscar la cama vieja.
‘Por nada del mundo me acostaré contigo en esa cama', anunció Jaime, ya apagado, cuando Luviana entró su antigua cama conyugal. ‘No es no', siguió diciéndole y lo reiteró cuando la ansiosa mujer armó la vieja cama y se acostó ahí con la intención de torturarlo con el juego de las tetas que aparecían y desaparecían. Ahí se durmió, sola, porque en un segundo que ella no vio, Jaime se fue de la casa, convencido de que le sería imposible lograr siquiera una erección en la cama del difunto.