Todo el que sube paga

Fue al atardecer que le pidió él a Aurelio que los llevara al extremo del lugar, donde vivían
  • martes 19 de septiembre de 2017 - 12:00 AM

Como una hormiguita, Aurelio reunió el recurso para comprarse un carrito con el que se ganaba la vida llevando a los coterráneos de un lado a otro y las 24 horas. El hombre prestaba un servicio económico, constante y con amabilidad, excepto cuando comentaba, que era en todas las carreras, que ese carro le había costado muchos años de sueño, hambre y trabajo, por lo que el credo de su negocio era ‘Todo el que sube paga'. Y les cobraba hasta a los niños de brazo, y cuando las madres le reclamaban Aurelio les contestaba que apenas era él un niño de pecho cuando tuvo que soltar la teta y salir a buscar su propio pan. ‘Y duro que me tocó, mi madre se fue con un policía que llegó al pueblo a apresar a mi abuelo que había preñado a una menor de edad, mi abuela murió de pura congoja, no aguantó el dolor de las dos pérdidas y una mañana la hallaron sin vida, en posición fetal sobre su cama de palitos y abrazada a la última camisa que usó mi abuelo antes de que se lo llevaran'.

Los pasajeros ya estaban acostumbrados al cuento de las desdichas de Aurelio y los trabajos que sufrió para ahorrar la plata del carrito, y fuera de ese comentario ‘todo el que sube paga', el viaje era tranquilo, porque Aurelio era prudente en el manejo, no enamoraba a ninguna mujer ni ofendía a los borrachos, siempre que estos pagaran antes de subir, y en los veinte años de trabajar con los lugareños no le había perdonado el pasaje a nadie, ni siquiera a los adultos en plenitud, que algunas veces, enfermos o golpeados por los achaques propios de la edad, le habían pedido el favor de llevarlos mientras les llegaba la platita del Estado. ‘No, mi lema de trabajo es ‘todo el que sube paga', así que suelten el sencillo y después suben', decía Aurelio, quien nunca había sucumbido a las tentaciones de las pelás del pueblo, todas buenonas, llenas de curvas peligrosas y cara de reinas, cariñosas, coquetas a más no poder, pero nunca lograron ablandarle el corazón a Aurelio, que a unos cuantos les había dicho que nunca se casaría, porque desde la niñez le juró a la vida que de su bolsillo no saldría jamás ningún real partido en tres para ninguna, en venganza a su madre que lo dejó por un hombre y a su abuela que no midió el desamparo en que lo dejaba, y se dejó morir por el marido ausente.

Así estaba la vida de Aurelio, reducida al trabajo, al comer, al dormir y a nada más. Ni una ilusión, eternamente peleado con la vida. Trabajando en su carrito y repitiendo su eslogan. Y así pensaba morirse si no se le hubiera cruzado en su camino el lugareño Antolín, quien sufría una transformación extrema de personalidad cada vez que se tomaba unas pintas. El hombre había salido esa mañana a llevar a su mujer al médico, porque la bella Pilar se despertó aquejada por dolores en el bajo vientre y temieron que el alumbramiento se adelantaba.

‘Una falsa alarma, reposo y tranquilidad, dejen el sexo para cuatro meses después del parto', les dijo el doctor del pueblo, lo que avergonzó a Pilar, pero no a su marido Antolín, que cogió rumbo para una de las catorce cantinas del entorno a celebrar que su hijo no quería llegar todavía. Fue al atardecer que le pidió él a Aurelio que los llevara al extremo del lugar, donde vivían, pero el hombre ya estaba con la cartera pelada, de manera que pidió un crédito que le fue negado con rabia. La respuesta alteró al borracho y se desquitó con su mujer, a la que ultrajó físicamente en presencia de Aurelio, quien solo permitió que le pegara dos veces antes de enfrentarse a puñete limpio con el ebrio. Cuando logró dominarlo, llevó a Pilar GRATIS, mandando a mejor vida su pregón del día a día ‘todo el que sube paga'.

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