Los sobrinos de Adolfo
- viernes 02 de septiembre de 2011 - 12:00 AM
Desde que Adolfo tenía 15 años definió los requisitos que debería tener la mujer con la que se casaría: ser diez años mayor que él, pero eso sí, tenía que ser de agencia, o sea, virgen, y verse espectacular, mínimo tener tremendo traserón y ni qué decir de los melones, que debían ser los apropiados para que él pudiera realizar sin esfuerzo la rusa y la criolla. El tiempo, cuyo transcurrir es inexorable, seguía añadiendo años y Adolfo nada de nada. Los sobrinos, a quienes les tenía rotundamente prohibido decirle tío, le exprimían el cheque y a cada rato le preguntaban cuándo iba a tener los cuatro primitos que faltaban para completar el equipo de fútbol.
Justo unos días antes de su cumpleaños número 30, empezó a bajar la guardia y cambió el perfil, no importaría si era escasa de nalgas, pero el busto grande sí era requisito fundamental y obligatorio y en cuanto a de agencia o de segunda, bueno si no aparecía la indicada, quizás él haría unos cambios para el siguiente cumpleaños. Una cosa sí dejaba clara, si la aceptaba de segunda, la quería sin hijos.
Durante la espera se enredó en una relación peligrosa con una escritora a la que pronto dejó porque ni tenía nalgas ni tetas y encima se depilaba totalmente el área de la vulva, cosa que a él lo ponía mal, pues le parecía que estaba con una pelaíta. Tan desesperado andaba que con tan solo leer la columna de Rosa la Fogosa quedaba a punto, pero como no había con quién, empezó a mirar con lascivia a la china flaca de la tienda, la que cada vez que él iba a comprar algo estaba comiéndose sensualmente un pepino. Tan solo verla morder ese vegetal hacía que le aflorara vertiginosamente el deseo provocándole unos ímpetus que regresaba corriendo a su casa y se metía al baño sin dejar de pensar en la china flaca. Unos días más tarde, cansado de tener a la china metida cada minuto en su mente negoció con ella un encuentro íntimo, pero como la flaca se cotizaba bien alto tuvo que esperar hasta reunir los varios de a veinte. Milando al payaso y soltando la lisa, le dijo ella cuando él le mostró los billetes. Concretaron la cita esa misma tarde, unos minutos antes del divorcio político.
Adolfo entró a la pensión quitando ropa y zapato a ambos y ni el raquítico trasero ni el anémico busto le bajaron la fiebre abdominal. La china sacó más candela que la mujer del infiel, pero el encanto se rompió cuando él le pidió que le pusiera el condón, pues esta, cuyos ojos se habían achicado más por la candente pasión, replicó que era alérgica al látex. Pero Adolfo, que era un hombre precavido y que siempre tenía un plan B, sacó una caja de condones de poliuretano, a los que también era alérgica la oriental.
Agotados los recursos, Adolfo se sentó en el borde de la cama tratando de remediar la gravísima situación, y apremiado por la necesidad y por ella, que ante él danzaba eróticamente, se decidió a hacerlo sin protección por primera vez.
Fue un encuentro del carajo por la fogosidad y el arte de ella, a quien le sobró nalga y tetas para llevarlo a la cima misma del placer. Por sí o por no, pero ilusionado por ver la combinación de negro con china, al día siguiente, Adolfo mudó para su casa a la china flaca con sus tres chinitos, a los que acostaron apenas anocheció porque al nuevo tío y a la mamá les esperaba una placentera faena en la que dos razas ardientes y milenarias se combinarían para descubrir nuevos mundos del paraíso sexual…