El caprichoso

B Abraham Lincon decía que era más fácil reprimir el primer capricho que satisfacer todos los demás, pero eso nunca lo oyó decir Santos,...
  • lunes 07 de octubre de 2013 - 12:00 AM

B Abraham Lincon decía que era más fácil reprimir el primer capricho que satisfacer todos los demás, pero eso nunca lo oyó decir Santos, quien creció al cuidado de la abuela, una mujer santa y buena que lo malcrió en nombre del amor. Cada capricho del chiquillo ella se lo complacía, sin embargo, el pelao puso una plena apenas sacaron, años después, el féretro con los restos de la buena dama.

Fue alrededor de los 30 que se antojó de casarse y su mente caprichosa le exigió una mujer bonita, buenona y virgen. En el trabajo conoció a Coral, con todos los requisitos físicos que él pedía, además de tímida, y Santos pensó que una mujer tan modosita de seguro también era santita, por lo que el paquete estaba completo.

Apenas se supo que eran novios se aplacó el rumor de oficina que decía que Santos estaba bajito de sal.

Eran los melones de Coral los que le bajaban la presión a Santos, quien siempre quería echarles mano, pero ella lo rechazaba con firmeza y él creía que se debía a que a la muchacha le daba vergüenza ese tipo de caricias.

‘Tengo que ir poco a poco, con las vírgenes la cosa es diferente’, pensaba él cada vez que ella se le ponía dura y no lo dejaba avanzar. ‘Cuando nos casemos’, le decía Coral, y como él andaba apurado a ‘melonear’ empezó a considerar la posibilidad de echarse la soga. Pasó unos días indeciso hasta que un compañero de trabajo, supuesto especialista en detectar la virginidad a través de una atenta observación de las caderas, le dijo que: No hay duda, Santos, las caderas están cerraditas, esa muchacha es señorita.

Se casaron una semana después, pero una mala jugada fisiológica retardó una semana la noche de bodas, a la que Santos llegó casi que con la lengua afuera. No tardaron en tener la primera discusión: Coral quería hacerlo con las luces apagadas y Santos quería con todas encendidas. Finalmente ganó él, porque animado por un traguito que se tomó para no cometer ninguna torpeza con la ‘inexperta’, recobró un poquito del carácter que siempre le mostró a la difunta abuelita y se levantó diciendo que sería con la luz prendida porque a él le daba la gana y punto.

‘Dije que con las luces encendidas’, repitió y fue quitando agitado el vestido y todo lo que llevaba puesto la hermosa Coral.

Y enseguida le tiró lente a los melonzones, pero solo mirarlos lo dejó sin aire y de una parte recóndita de su cuerpo subió a su garganta un sabor amargo. El gusto agrio de la desilusión lo hizo abrir los ojos y verificó otra vez si todas las luces estaban encendidas.

Suspiró profundamente y se acercó a su mujer, que lo miraba con cara de trifulca. Abrió los ojos para leer bien. Los hermosos, grandototes y deseados senos de Coral tenían un tatuaje que decía: Estos dos son solo de Carlos. Miró más abajo y leyó: Y esta también es solo de Carlos. No pudo con el dolor, y sacó la mano, pero Coral ya tenía listo su zapato y, sin piedad, lo ‘taconeó’.

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