El espacio que hoy conocemos como Estados Unidos fue poblado, desde 1607 hasta bien entrado el siglo XXI, por migrantes europeos —ingleses, irlandeses, alemanes, italianos y judíos— así como africanos, chinos, caribeños y latinoamericanos. Llegaban buscando recursos, tierras, riquezas; huyendo de persecuciones (políticas y religiosas) o del hambre. Como bien señalan las voces de la diáspora africana: “Ustedes nos trajeron como personas esclavizadas. Nosotros éramos libres en nuestras tierras”.
Pero esas tierras ya estaban habitadas por millones de pueblos indígenas con culturas milenarias, organizados en naciones, confederaciones y tribus, con lenguas, religiones y sistemas propios. ¿Qué hicieron los recién llegados? Desplazaron, asesinaron y despojaron a esos pueblos mediante guerras, tratados rotos o enfermedades como la peste y la viruela, que arrasaron comunidades enteras.
Entonces surge la pregunta obligatoria: ¿por qué un país fundado por migrantes se ha vuelto tan hostil hacia los migrantes en los primeros 25 años del siglo XXI?
Estados Unidos se autodefine como una “tierra de libertad”, donde se busca esperanza, trabajo y dignidad; pero desde sus inicios trazó una línea entre quién merece entrar y quién debe ser expulsado. Lo irónico es que, mientras su historia se construyó sobre la migración, hoy levanta muros, cierran fronteras y deporta personas como si fueran amenazas.
¿Cómo explicar que un país cuya economía ha dependido de los inmigrantes —que limpian sus hospitales, cosechan su comida y cuidan a sus adultos mayores— los criminalice y margine?
No se trata solo de leyes o seguridad nacional, se trata de memoria. Muchos de quienes hoy se sienten dueños de esa tierra, olvidan que sus abuelos también fueron migrantes. Que los irlandeses fueron despreciados por católicos, que los italianos fueron tratados de mafiosos, que los judíos huyeron de guerras y genocidios, y que los africanos llegaron encadenados.
Esa historia no debe olvidarse, mucho menos usarse para justificar nuevas exclusiones. El rechazo a los migrantes no nace del exceso de gente, sino del exceso de miedo; y ese miedo crea chivos expiatorios, divide al pueblo y distrae de las verdaderas causas de la desigualdad.
Expulsar al migrante es, en algunos casos, un acto de amnesia colectiva y en el caso de EE.UU, es negar sus raíces.