Estamos viviendo una tormenta imparable de anticiencia, engaño y autoengaño, donde se rechazan el conocimiento científico, la evidencia empírica y lo relacionado con lo académico. La protagoniza una voz cada vez más poderosa, que se encarga de descalificar el análisis riguroso de problemas cruciales, como el cambio climático. El nivel del mar sigue subiendo en las zonas costeras de Panamá, tanto en el Caribe como en el Pacífico, por ese fenómeno, que es ocultado o minimizado por los anticientíficos.
Urge más educación, información y comunicación, ya que muchas veces se deslegitima de modo injusto a los expertos.
Los anticientíficos explotan su influencia para difundir desinformación y toxicidad, incluso desde posiciones de poder. Ejemplo: los bulos sobre el Canal, como los fakes de un control sobre esa empresa de la China oficial. Si se realiza una encuesta a norteamericanos, sin la intervención de un call center, muchos afirmarán que esa presencia es real.
Distinguir lo falso de lo verdadero es central en nuestras vidas, minuto a minuto, para no dejarnos engañar, a menos que estemos cómodos con el autoengaño o el ser engañados. A menudo, el autoengaño refleja más carencia psicológica que realidad objetiva. La evolución humana ha sido de progreso y es prometedora, pero no puede avanzar sin un adecuado discernimiento.
Esta marea anticientífica también está vinculada con la desconfianza que el mundo académico y científico genera, alimentada por escándalos en universidades y centros de investigación. Como aquel en la Universidad de Salamanca, de las más antiguas de Europa, donde está involucrado su propio rector.
Clave para entender es que muchas veces se apela más a la emoción que a la razón. Aunque los seres humanos somos emocionales, esa emoción no debe distorsionar nuestra comprensión científica. El desafío es reconocer cuál es el conocimiento verdadero, el que beneficia a nuestros intereses como seres humanos. Y no dispararse en el pie.
Docente universitario