En la era de la inteligencia artificial y el copiar y pegar sin miedo, hablar de plagio en las universidades panameñas es como hablarle al viento. Y no, no es porque seamos particularmente creativos a la hora de escribir, sino más bien porque se ha vuelto una especie de deporte nacional académico, un triste deporte donde el estudiante no corre, pero sí corre el riesgo... de que lo descubran.
En la Universidad de Panamá, como en muchas otras instituciones públicas y privadas, el plagio no es novedad. Los estudiantes de hoy, “muchos” no todos, porque todavía hay quienes leen y escriben con dignidad, han convertido la copia en un arte. Y peor aún, lo hacen creyendo que los profesores no se dan cuenta. Otra cosa es que no quieran meterse en el lío de armar una investigación por plagio que, al final, se quede archivada en algún escritorio, en un sobre manila olvidado entre otros casos más graves.
Lo irónico es que en el mismo campus donde se lucha por fomentar la investigación científica y la producción académica, se multiplican los “copywriters de ocasión” que ni saben lo que escribieron. ¿Y qué hacen las autoridades? Bueno, el reglamento está, las sanciones están, pero el seguimiento...
Hablemos claro, plagiar es robar. No hay mucha vuelta que darle, y es que es una forma elegante de delinquir intelectualmente, disfrazada con un Word bien editado. Y sí, en Panamá también es un delito, no solo una falta académica. Lo dice la ley, no yo. Pero aquí seguimos, premiando la mediocridad.