A cualquier gobernante que se aprecie de serlo, se le agradece que práctique la sutileza a la hora de gobernar, sobre todo en democracia. Para las dictaduras el juego y el rejuego es otro. La disyuntiva siempre va a estar entre la diplomacia y el uso de la fuerza del Estado. Cada mandatario aplica el librito que mejor le cae, más aún, cuando la trayectoria del gobernante está marcada por el sesgo.
Ninguno de los panameños que votó por el presidente José Raúl Mulino lo hizo porque creyeran, que le meterían ‘los pelos para adentro’ en la primera bravuconada del Suntracs ni mucho menos porque pensaran que sería víctima de los gremios y sindicatos enquistados en diferentes espacios de poder.
En primera instancia, la campaña de Mulino es Martinelli y Martinelli es Mulino cautivó a los nostálgicos que anhelaban la bonanza económica experimentada durante el quinquenio 2009-2014.
No obstante, dentro del poco tiempo que tuvo Mulino para vender su imagen, más allá de una supuesta representación calcada de Martinelli, estuvo presente el atributo de contar con el carácter suficiente para poner en orden a un país víctima de la anarquía, producto de una sucesión de un gobierno blandengues.
El sutil arte de gobernar contrasta el uso de la diplomacia versus el uso de la fuerza que, en todo caso, debería ser el último recurso empleado antes del caos. Gobernar no es ni será un asunto fácil, es por ello, que el buen gobernante debe ser paciente y debe saber escuchar, ya que la empatía y la comunicación son elementos claves para generar confianza.
Al gobernante se le agradece también mantener el equilibrio entre firmeza y flexibilidad, ambos aspectos cruciales para mantener la estabilidad y el apoyo de la gente.
También se aprecia al gobernante que delega en un equipo capaz, así como saber gestionar las expectativas para no afectar la credibilidad de la población acerca de su gobierno.
Mulino tiene la capacidad para devolver el orden al país, sin tanta soberbia.