La relación entre Panamá y el Gran Combo de Puerto Rico es un vínculo construido en tarimas, ferias, carnavales y noches sudadas, donde la música se medía por su capacidad de mover multitudes. También por la fuerza de las ondas hertziana. Ithier (1926), sin exagerar, nombró nuestra plaza como “una segunda casa”, quizá como piropo, pero también como reconocimiento tácito del terreno fértil donde el Combo afinó su identidad. Jerry Rivas lo matizó años después con más precisión: “Aquí nos vieron crecer”.
Desde los sesenta, cuando el sonido se moldeaba entre soneos y metales, el Combo encontró en Panamá una audiencia exigente. Con el inolvidable “Ay, Dios, qué será lo que tiene la negra”, explotó “Brujería” aquí antes que en otros mercados. “Acángana” retumbó en bailes del Club de Yates y Pesca, en la Feria de David y en esos carnavales de Plaza 5 de Mayo. Y “No hay cama pa’ tanta gente” terminó convertida en banda sonora del caos tropical que todos entienden, más si estamos en modo navideño de juerga.
Sin Ithier, el gran interrogante es inevitable: ¿qué será del Gran Combo?Él era disciplina, dirección, selección de temas, equilibrio financiero y temple. No existe un heredero indiscutible. Y, como suele ocurrir en las grandes orquestas, pueden aflorar tensiones internas. El ego, el repertorio, el nombre, la marca y la historia son territorios delicados donde muchos se pelean.
La Orquesta Aragón (1939) sobrevivió a sus épocas más turbulentas. La Sonora Matancera (1924) resistió mudanzas, rupturas y cambios de voz. Ambas trascendieron a sus fundadores. La Sonora Ponceña (1954) está celebrando sus 71 años.¿Puede el Gran Combo alcanzar esa longevidad? No lo sabemos. Lo intuimos.En cada fiesta del Caribe, cuando alguien grita “Llora, corazón... ¡llora!”, el público responde como si Ithier siguiera contando hasta cuatro. Es una herencia del Caribe.