María era una joven profesional del derecho, guapa, estudiosa de las cosas de Dios, se sentía feliz y satisfecha con ella misma. Estaba promocionándose y trataba de buscar atención virtual para captar más clientes a quienes representar. Recientemente se afilió a un grupo religioso que le permitía invitar a otros a su Iglesia.
Hace unos pocos días cobró una fortuna por haber ganado un litigio de forma rápida, y eso la hizo famosa. Desde entonces hemos percibido un cambio en su actitud y comportamiento. Se muestra altiva, vanidosa y severa al juzgar al otro en temas de conducta y moral. La vemos expresarse de forma despectiva sobre otras personas, incluso colegas, llamándolos tontos e inútiles o pecadores.
En un principio, esta joven estaba contenta con ella misma y su orgullo en ese momento estaba asociado a la satisfacción personal, algo muy diferente a este otro tipo de orgullo actual, contaminante, que nos hace sentirnos superiores a los demás.
En una oportunidad, vi la escena de una novela histórica en que se recreaba un pasaje en donde Sulaimán el Magnífico, después de ganar gran batalla, quiso dormir en una tumba para dominar la embriaguez del poder. Esa escena, real o ficticia, causó un impacto en mí y me hizo preguntarme cuán seductora es la sensación de poder.
Igual, pero con un grado superlativo de sutileza, es el orgullo espiritual: tiene que ver con el manejo del poder, pero desde el velo sutil de la bondad, el que nos hace fácilmente cometer abusos e injusticias en el nombre de Dios. Este tipo de orgullo está asociado al manejo del poder. Así, incluso gente como María se vuelve orgullosa.