Monchito —nombre de infancia de Ramón Remediano— no es solo un hombre. Es un símbolo. Mestizo de historia y sangre, su cuerpo guarda la memoria de un país cosido por orígenes diversos, una patria que se forjó entre lo indígena, lo africano y lo europeo, pero que se afirma como una sola: Panamá. Sus ojos han visto la historia reciente; nació con la llama de la dignidad encendida en las calles aquel 9 de enero, creció con la esperanza de recuperar lo nuestro y fue testigo de cómo el canal, ese símbolo de lucha y resistencia, volvió a manos panameñas.
Hoy Monchito, en su madurez, decide escalar el Volcán Barú. Y no es un capricho turístico ni una proeza deportiva. Es un acto de introspección, una metáfora viva de la búsqueda del alma nacional. Desde lo alto, donde el aire es más puro y la vista se extiende sin límites, Monchito contempla el istmo que ama. Pero sus pensamientos no celebran. Sus recuerdos no lo reconfortan. Algo le duele —y le duele profundo.
“Cómo duele verte así, mi Panamá”, murmura con el corazón encogido, como quien ve a su madre postrada, traicionada por sus propios hijos.
El panorama no es alentador. La soberanía, por la que generaciones entregaron su juventud, su sangre y su vida, vuelve a ser negociada en escritorios donde la voz del pueblo está ausente. Tropas extranjeras regresan, disfrazadas de ayuda humanitaria y entrenamiento conjunto, pero con el mismo tufo de ocupación de antaño. Y lo peor: se les da la bienvenida como si no hubiésemos aprendido nada de nuestra historia.
Monchito recuerda a los mártires, a los jóvenes valientes que enfrentaron balas con libros, piedras y esperanza. Recuerda la determinación del pueblo panameño, comparable a la fiereza del tejón de miel, ese animal pequeño que no teme enfrentarse al león si es necesario. Porque así éramos: pocos, pero decididos; pequeños, pero con un alma enorme.Y ahora, ¿dónde está ese espíritu? ¿Dónde quedó la dignidad nacional? ¿Cómo fue que permitimos que, con el paso de los años, nuestros representantes se volvieran tan complacientes, tan dóciles, tan olvidadizos? ¿Por qué se ha normalizado entregar el alma del país en bandeja de plata?
Este artículo no es una crónica de montaña ni un reclamo ideológico. Es una advertencia, un grito literario, una plegaria patriótica. Panamá no puede permitirse olvidar. Porque quien olvida, repite. Y en la repetición de errores, lo que se pierde no es solo territorio, sino dignidad.