- viernes 14 de marzo de 2025 - 1:00 AM
En un mundo radicalizado en cuanto a la razón y las ideas, no cabe espacio para los timoratos ni tampoco para el silencio conveniente por parte de quienes deberían gestionar las relaciones diplomáticas entre Panamá y los Estados Unidos. No es ningún secreto que existen funcionarios de alto rango que hubiesen preferido no aceptar los cargos, en caso de suponer siquiera, la tormenta política que impuso Donald Trump sobre Panamá.
El reciente anuncio de la Casa Blanca ordenando al ejercito norteamericano a aumentar la presencia de tropas militares en el istmo para lograr el objetivo de ‘recuperar’ el Canal de Panamá, ha dejado perplejos a todos esos ‘rabiblancos’ que pensaron que irían al servicio exterior para tomar vino y a pasear en avión a costa del erario. En política exterior existe una máxima referente a las características y al temple requerido para determinadas misiones diplomáticas.
Tanto el canciller de la República como el embajador de Panamá en Washington, requieren de algunos aplomos, hasta ahora solo vistos al presidente José Raúl Mulino, quién, dicho sea de paso, fue canciller en el gobierno que precedió la última invasión de Estados Unidos a Panamá.
No es que Mulino no deba liderizar la política exterior, sino que se ha convertido en el que responde a todos los desagravios por parte de cualquier funcionario norteamericano de alto, medio y bajo rango. Se podría pensar que luego de la visita a Panamá del secretario de Estado, Marco Rubio, se preservaría a Mulino para situaciones estratégicas, bajo la participación directa de los presidentes de ambos países.
Al Mulino tener que responder al ladrido del perro, al maullido del gato y al grito loro, se ha dejado al mandatario panameño en una posición de desventaja para encarar la defensa diplomática del país. En teoría, se tendría que pensar en cambios, tanto en el Palacio Bolívar como en Washington, ya que, al equipo del buen vino, la champaña y del queso roquefort, se les ablandó demasiado los callos.
Periodista