El tamaño no importa [Cuento]

Unas hormigas intrépidas lograron algo impensable: ganar la batalla a un gigante elefante y sus aliados

  • sábado 15 de junio de 2024 - 8:09 AM

Mariela Mirones

especial para el siglo

Las hormigas aladas han sobrevivido por años en Palito de Fuego, lugar de los hongos más venenosos de todo el planeta, los cuales, al ser consumidos o inoculados, producen tanto dolor que pueden llevar a la muerte.

Un día, la tranquilidad de las colonias fue alterada: pasos muy fuertes retumbaban en los hormigueros. Atemorizadas, intentaron volar para ver lo que ocurría afuera, pero se tropezaban debido al reducido espacio. Entonces, decidieron trepar, agarrándose de las paredes, que se desmoronaban con cada vibración. Una de las reinas, seguida de sus consejeras, se puso los binoculares, se asomó a la superficie y descubrió lo que pasaba. De inmediato, comunicó a las otras reinas que algo muy, pero muy grande y extraño, se acercaba: «Es estremecedor. Tiene alas en la cabeza. Sus patas son altas, gordas y de piel arrugada». Al escucharla, todas temblaron. «¿Quién será?», se preguntaban, frunciendo su frente. «No hay que temer», se animó a decir una de las reinas, con voz entrecortada, «Juntas podemos defendernos si nos ataca. Lo esperaremos a la salida del hormiguero». «Sí, vamos contigo», se unieron las otras reinas.

El resto de las colonias permaneció en alerta dentro de los hormigueros. Hacían zumbar sus alas cada vez más fuerte y movían las antenas sin descanso. Estaban nerviosas.

―Deténgase. ¿Quién es usted y qué quiere? ―enfrentó la reina al desconocido que, al estar tan cerca, parecía una montaña.

―Soy el dueño de estas tierras ―dijo con voz de trueno―. Vengo a notificarles que deben buscar otro lugar para vivir.

La reina, que no podía creer lo que oía, se empinó sobre un terrón, movió rápidamente sus desgastadas antenas y mandó el mensaje. Las colonias comprendieron. Sabían lo que tenían que hacer llegado el momento.

―¡Hace muchos años que vivimos aquí! Somos las dueñas de Palito de Fuego y nada ni nadie nos hará abandonar nuestras tierras ―le hizo saber.

―Ya veremos ―respondió el elefante, con su trompa en alto.

El visitante, al sentir la seguridad con que le había hablado la reina y que no iba a ser fácil convencerla, dio media vuelta y desapareció, dejando un camino lleno de fuertes y amedrentadores sonidos.

A la semana siguiente, regresó con unos amigotes, convencido de que las hormigas huirían.

―Si no se van, morirán ―amenazó el elefante, moviendo sus grandes orejas, que le tapaban la cara, y mostrándoles a las reinas la orden de desalojo firmada y sellada.

Detrás del elefante, los acompañantes usaban mascarillas y cargaban bombas de fumigar en sus espaldas. Se podía sentir el olor a veneno.

Al no haber acuerdo, la lucha estaba declarada. Ellas se habían preparado bien y sabían cómo defenderse. Sorpresivamente, miles de aguijones se clavaron en los ojos, pies, orejas, boca y en otras partes de los paquidermos. Todos, a punto de asfixiarse, gritaban de dolor y caían al suelo. Los falsos aguijones estaban untados con la baba de los hongos más venenosos de todo el planeta.

Cuando se recuperaron, firmaron la paz con las reinas y prometieron no volver a molestarlas.

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