Ya no me sirves
- jueves 24 de agosto de 2017 - 12:00 AM
Adelina iba por la vida con un dolor muy profundo que a ratos la deprimía al punto de querer mandarse a borrar del libro de los vivos.
‘Soy la única mujer que sufre ese mal', decía a menudo y presentaba oralmente un cuadro comparativo de las muchas compañeras de sus diferentes trabajos que no padecían lo que ella, igual había ocurrido con las vecinas de los cuatro barrios donde había vivido mientras necesitó alquilar vivienda, mal que pasó a la historia cuando se casó con Eudoro, guapito y de un corazón y unas maneras tan suaves y nobles que la gente le aconsejaron que no se casara con él.
Y casi que en comparsa le decían en esos años: ‘No te metas con ese man, ese tipo parece un santón, y seguros estamos de que no te dará la talla en la cama, tú misma dices que tienes un vientre insaciable y que necesitas mucha actividad para estar tranquila, y no creemos que ese santurrón tenga mucho talento para satisfacer a una mujer caliente como tú'.
Pero Adelina no le hizo caso a ninguno y se casó con el hombre que tenía pinta de santito y quien en los primeros años se fajó de lo lindo y la felicidad era huésped permanente de ese hogar. Fue el arribo de la cuarta década de Eudoro lo que puso a tambalear el calendario de sexo para ellos, de seis veces por semana bajaron a cinco y antes del primer mes quedaron haciéndolo tres veces por semana y siempre por la ruta natural.
El cambio drástico vino cuando el bajón de los cuarenta se hizo sentir con mayor fuerza, y la actividad íntima se redujo a una vez cada quince días. La crisis llevó a Adelina a buscar ayuda profesional, lo que no resultó, porque Eudoro siguió desganado y ninguna de las estrategias que ella puso en marcha para que el marido se animara tuvo éxito.
Al hombre le daba igual verla bailar desnuda y la vieja táctica de embarrarlo de aguacate con miel y lamerlo luego tampoco funcionó. Ni cuando ella le ofreció someterse al paseo de la carreta por el camino inverso, se animó el decaído, y esto la llevó a pensar en tomar la gran decisión: sacarle una consulta con el maestro Pimienta, un caribeño que tenía fama de recetar unos brebajes que le devolvían el interés por la cuca a cualquiera que bebiera aunque fuera un sorbito.
El paso siguiente, y el más difícil, fue convencer a Eudoro de consultarle su mal al maestro Pimienta; el enfermo se mostraba reacio a probar esos tés que, según él, estarían preparados con animales muertos o hierbas quién sabe de dónde.
El recurso contundente para convencerlo que usó la víctima fue decírselo a rejo pelado: ‘Tienes que ir porque ya no me sirves', le dijo sin reparo y eso le dolió en el alma a Eudoro, quien accedió a visitar al hombre que lo pondría de nuevo en funcionamiento.
Desde la primera cita hubo un algo que le desagradó a Adelina, pero no sabía qué era; la duda empezó a despejársele cuando el hierbero le dijo que por el momento no le daría ninguna receta, que, igual que el juez de Miami, necesitaba unos días para estudiar el caso y que él los llamaría.
Dos días después llamó a Eudoro para una nueva consulta. ‘Debe venir solo', le dijo el maestro y así se lo hizo saber el enfermo a su mujer, quien se negó enfáticamente a que su marido fuera solo; de manera que cuando llegaron juntos, el naturista se negó a atenderlos.
Tras una discusión acalorada, Adelina accedió a que su marido entrara solo. ‘Todo sea por tu curación', le dijo ella y lo dejó entrar. Llevaba ella una media hora afuera cuando decidió sonar la puerta para preguntar qué carajo pasaba allá adentro.
Abrió el caribeño y le dijo sin más ni más: ‘Señora, era lo que me temía, para usted es un caso perdido, porque a su marido ya no le gustan las mujeres, así de sencillo, búsquese otro, porque este es para mí'.