Venganza

Me hubiera gustado vivir en aquella época en que nadie conocía, porque no existían, las palabras tuyo y mío
  • domingo 03 de abril de 2016 - 12:00 AM

Me hubiera gustado vivir en aquella época en que nadie conocía, porque no existían, las palabras tuyo y mío. Pero me tocó otro tiempo y así ha sido mi historia. Parece que las vecinas me veían en la frente una cuca abierta con un letrero que decía cómeme, porque varias se dieron el lujo de pregonar que dormían con un ojo abierto y el otro cerrado por si a mí me daba por coquetearle al marido de ellas. Esa vaina se acabó un domingo que paré a tres de las habladoras y saqué mi repertorio de puño aprendido con golpe y sangre allá en mi pueblo. Lo que más les dolió fue que les grité públicamente que no me interesaba el marido de ninguna de ellas, porque todos eran feos, barrigones, viejos y, lo peor, dependientes de un salario de hambre. A una tal Medea le saqué en cara, además del par de trompadas que le di, que el peoresnada de ella era el que menos podía inspirarme pensamientos, porque el hombre, aparte de pobretón y feo con mayúscula, tenía mal aliento y se decía que había estado preso por meterse a una casa ajena a robar. ‘Es un vulgar ladrón', le grité, y ella reculó enseguida, jamás volvió a meterse conmigo, ni las otras que celaban conmigo al parapeto de marido que tenían.

Yo, como fui la que repartí puñete y grité más alto los insultos baratos en contra de Medea, me olvidé del asunto y ya ni recordaba eso cuando me enamoré como loca de Jonás, me lo llevé para mi casa enseguida, y él aceptó porque estaba desempleado y arrimado donde la tía, tampoco me dijo que tenía una hija adolescente que al cabo de dos meses, cuando estábamos, como se dice en El Chirriscazo, aún en la reventazón de la cama, se vino a vivir con nosotros. La pelá llegó con su marido, que era hijo de Medea, la que un domingo lejano yo había golpeado e insultado por comentar que yo me quería tirar a su hombre, ahora difunto.

El tipo llegó en son de guerra y casi no me hablaba, se dirigía para todo a Jonás, mi marido, y a mí me ignoraba, hasta que lo paré en seco una tarde que le preguntó a mi marchante si podía servirse otro muslo de pollo y más arroz.

Yo me levanté iracunda y soné tres puñetazos en la mesa. Todos me miraron, y como yo andaba vuelta el diablo porque veía a Jonás como sin apetito en la cama, descargué mi ira contra el de la pregunta, le grité glotón, muerto de hambre, arrimado, peoresnada, vago, infeliz y quién sabe cuanta porquería más salió d e mi garganta. Por último le hice ver que yo era la señora de la casa, donde no se movía ni el aire si yo no daba la orden, que Jonás y el resto no tenían ni voz ni voto, porque yo era la única dueña y mandamás de ese hogar.

El pelao, como siempre, no contestó, se retiró a su cu arto, calladito, y mi hijastra lo siguió. Hasta allá me fui iracunda a preguntarles qué coño murmuraban, que si no les gustaba mi manera de ser que cogieran rumbo para donde les picara la gana.

Se fueron el sábado, y esa misma noche mi marido se negó a cogerme, lo insulté de lo lindo, y él no se defendió. Amanecí desvelada y me metí al baño. Cuando salí, ya no estaba Jonás, corrí como loca al ropero y tampoco hallé sus cuatro camisas ni sus tres bluyines, salí al patio y desde la casa de Medea me llegó su risotada de felicidad. Fui allá a reclamarle, pero como ahí estaba Jonás, echado con ella en una hamaca, oyendo música, me puse más furiosa. Arremetí contra todos, destrocé dos escobas y quebré una mecedora. Me llevaron presa por lisa y allá supe que ahora Jonás estaba amancebado con Medea.

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Antaño: Ojalá hubiera nacido cuando nadie conocía las palabras tuyo y mío.

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Ofensiva: No me interesa ningún marido ajeno, feo, panzón y pobretón.

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