Transado
- sábado 29 de abril de 2017 - 12:00 AM
Desde chiquito me gustó la plata, tenía apenas nueve años cuando me gané un peso cantándole versos picantes al maestro del pueblo: ‘a una chu… por habladora le metieron un tapabocas, que ese tapabocas tenía dos pelotas y un …'. No pude terminar el cantadito, porque llegó mi madre y me metió un tapabocas de una sola trompada. Y me calló, pero el maestro me dio el peso y yo me fui con mi platita y el sabor a sangre en la boca; ese peso, en esos años, era una millonada en el bolsillo de un pelaíto. Ya hombre, y para cuidar mi cartera, inventé el pregón ‘hombre sin mujer es hombre con plata'. Cuando me convencí de que las mujeres no lo daban si uno no les daba, tuve que ponerme una piedra en el corazón y soltar el billullo si quería probar saladito.
Eso sí, yo siempre me mostraba medidito, nada de derroche ni de ostentación para que ninguna osara pedirme más dinero del que mi conciencia me permitía; cuando conocí a Nayelis quedé riéndome solito, todo lo que ella decía o hacía a mí me parecía digno de celebrárselo. Muchos me dijeron que estaba enamorado, que esa risa mía era sinónimo de que el corazón estaba enredado, pero yo les contesté que todavía estaban en gestación los abuelos de la mujer capaz de atraparme. ‘Hay dos situaciones que no se pueden disimular, estar borracho y estar enamorado', me dijeron, y añadieron: Y tú estás enamorado, Ramoncito.
Yo seguí negándoselo a todos y a mí mismo, pero cuando ella me ‘confesó' que yo le gustaba y que ‘le hubiera gustado ser una mujer totalmente libre para amarme', yo le pregunté qué le impedía quererme. ‘Es que aún no me he divorciado', me dijo y, sin darme tiempo a reaccionar, añadió ‘necesito mil dólares para pagarle a la abogada, ya casi todo está listo, pero ese es el detallito'. Me quedé callado un buen rato, digiriendo el problema y sacando cuentas. Fue ella la que me sacó de mi pensadera con uno de sus chistes que tanta gracia me causaban, y de ahí en adelante no paró de hacerme reír, siempre procurando que yo me sintiera bien. Cuando iba a dejarla a su casa me pidió que parara en una fonda. ‘Bajo un momentito a hablar con una conocida que es prestamista y que trabaja allí, es probable que ella me preste el dinero para pagarle a la abogada, aunque me va a comer viva con los intereses', me dijo, y bajó. Regresó poco después con cara de tristeza, y no habló en el resto del camino. Nos despedimos en silencio, pero apenas llegué a mi casa le escribí: No te preocupes, mami, que yo te voy a dar esos mil dólares, no te encharques en ningún préstamo.
Y se los solté al día siguiente, antes de entrar al hotel adonde, por sugerencia de ella, luego de decirle yo que le iba a dar el dinero, habíamos acordado ir. De repente, me dijo que prefería ir enseguida a llevarle los mil dólares a la abogada. Me dio la dirección, un edificio en el corazón de un barrio rojo, y hacia allá nos fuimos. ‘Quédate cuidando el carro, que por aquí hay muchos plagosos', me dijo, y se fue sin su cartera y sin decirme a qué piso iba.
Una hora después, preocupado porque no volvía, la llamé al celular, pero este sonaba apagado. Llamé muchas veces y nada, me consolaba que había dejado su cartera, pero una hora más tarde, la revisé en busca de algún documento que me indicara a qué piso o apartamento había subido. Descubrí que la cartera estaba vacía, había sido una trampa de Nayelis. Subí rabioso a buscarla, pero en ese mundo de puertas y puertas no la hallé. En mi afán de encontrarla dejé el celular en el carro, así que cuando volví me habían roto los vidrios para robárselo; luego fui a la casa donde siempre la llevaba, pero me dijeron que esa misma tarde se había mudado.