Tarjetazo
- jueves 22 de junio de 2017 - 12:00 AM
Solo quien no lo ha vivido ignora lo que se siente, duele y golpea sin misericordia. Algunos son más fuertes de mente y le hacen frente sin que nadie se los note, pero a otros nos pega tan duro que tenemos que ayudarnos, contándoselo a los amigos o a los familiares para ir sacando poquito a poco la rabia y el dolor.
Quien está con el corazón comprometido no oye las alarmas que se encienden apenas la mujer de uno lo traiciona. A mí me sonaron muchas alarmas, pero ninguna escuché porque no estaba en mis pensamientos la idea de que Renata tuviera la osadía y honrara al máximo la ingratitud exponiéndome al decir de la gente con su amorío con Gustavo, con quien, luego de muchas lágrimas mías, se fue llevándose a mis hijos.
A todo hombre quemado, le duela o no le duela, le vieron cara de pendejo, pero en mi caso, me pasaron y me dejé pasar yo de pendejo, hasta chiquita se me queda esa palabra cuando hago memoria de cuándo y cómo empezaron a sonar las alarmas de mi desgracia.
Tras un largo y minucioso examen de lo que pasó recuerdo que una tarde bajé al minisúper del barrio a comprar dos tarjetas para celular, mandado que a menudo hacía por orden de mi mujer, quien me dictaba el pedido, pero no me daba dinero, el cual salía de mi bolsillo, porque ella siempre decía: ‘Marido que no tiene ni para comprarte la tarjeta no sirve'.
Tras oír mi pedido, noté que la cajera miró a la muchacha que siempre la acompañaba, y vi a ambas sonreírse misteriosamente. No volví a recordar el incidente hasta que vino el cataclismo de mi vida y supe lo que hubiera preferido no saber nunca, dicen que el que no sabe es como el que no ve.
También recuerdo haberle pedido a mi esposa que me pasara saldo, y ella, que siempre era de maneras suaves, me contestó casi rabiosa: ‘Yo tampoco tengo, tú no entiendes que tampoco tengo'. Esa vez me animé a reclamarle, porque acababa de llegar yo del minisúper, quizás unos diez minutos antes, de comprarle una tarjeta de la más alta denominación, por lo que no comprendía cómo estaba en cero.
La enfrenté, pero ella me desarmó con un argumento que me pareció contundente: ‘Esa tarjeta que trajiste se la mandé a mi mamá, tú sabes que ella está en problemas con mi padrastro y anda investigando quién es la otra'. Y siguió hablándome con la amabilidad que la caracterizaba, por lo que yo le creí, ignorante de la sabiduría de las palabras del francés Rosseau: ‘Generalmente, la traición se esconde bajo el velo uniforme y pérfido de la cortesía'.
Ese incidente quedó en el olvido, pero como ningún infiel conoce la coartada perfecta, una tarde llegué más temprano que lo acostumbrado, y la encontré hablando por teléfono. Por pura travesura, me puse a escucharla sin que ella se diera cuenta.
El corazón se me encogió y así se quedó por mucho tiempo cuando la oí decirle a la otra persona: ‘Papito, estoy sola en la casa, deja que llegue ya tú sabes quién para mandarlo a comprarte la tarjeta, ten un poquito de paciencia, mi rey lindo, etc.'.
El golpe me hizo soltar lo que traía en la mano y ella se percató de mi presencia. No titubeó, parece que la pasión da fuerzas y olvida las palabras caridad y misericordia. Sin temblor ni compasión me lanzó el proyectil: ‘Tengo otra relación y quiero irme con él'.
Las ocho palabras me dejaron mudo y, gracias al cielo, la violencia quedó rezagada por la magnitud del dolor frente a esa realidad. La boca se me llenó de un líquido amargo y me encerré en el baño, adonde estuve no sé cuántas horas. Hay muchos detalles de esa noche triste que ya no recuerdo, ahora vivo animado por lo que leí por ahí: ‘Olvida lo suficiente para perdonarlo y recuerda lo suficiente para que no se repita'.