Sueños de madre

u última angustia era Celedonia, a quien tenía rato de venir mirando
  • sábado 28 de marzo de 2015 - 12:00 AM

Ya habían pasado varios años desde que la hija de Celedonia se ciñó la corona de la rumba de Momo, pero su madre aún debía el dineral que le ‘prestaron’ para sorprender a todos los del pueblo, quienes no le veían a su primogénita ninguna posibilidad de ser la reina del Carnaval.

Solo Celedonia sabía de dónde había sacado tantos verdes y era ella la única que conocía las condiciones de ese préstamo que le otorgó Tiburcio, quien tenía mucha plata y una mujer demasiado celosa, la que difícilmente le perdonaría un desliz, aunque, por lo bajito, él le había metido más de cien quemes. Su última angustia era Celedonia, a quien tenía rato de venir mirando, y vio la oportunidad de oro cuando supo que Celedonita estaba compitiendo para soberana del Carnaval. Y con los senos descomunales de Celedonia metidos entre ceja y ceja se presentó bajo un ardiente sol a proponerle hacerle reina a la hija a cambio de media tarde de dicha, la que sería cobrada cuando la vida y su mujer les dieran un chancecito. Celedonia aceptó el trato y coronó a su hija, contra todo pronóstico. Pasó la fiesta y vinieron otras, tiempo en el que la mujer de Tiburcio viajó dos veces a visitar a unos parientes, y dio chance de que su marido fuera a cobrar la deuda, pero las dos ocasiones coincidieron con la presencia de huéspedes en la casa de Celedonia, primero, unos funcionarios que pasaban visita a los mayorcitos aspirantes a beneficios gubernamentales, y la segunda, los abuelitos de la tetonzona, quienes habían bajado de la montaña a aprovechar una gira médica para que les dieran medicina contra esos males de la vejez que ellos sienten, pero que no saben explicar. ‘Toy cabriao, arrecho a más no poder y esperando, me tas cabriando, paga lo que debes’, decía el chat más delicado que le envió Tiburcio a la Celedonia, en todos dejaba ver su rabia y su deseo por estar con la bella y carnosa mujer, a quien los abuelitos le trajeron un dineral de herencia, de manera que a la deudora se le ocurrió pagar la deuda con dinero, pero Tiburcio se negó rotundamente. ‘Trato es trato’, dijo el hombre, al que la espera, en lugar de apaciguarlo, lo desesperaba más.

Un mes después, la mujer de Tiburcio viajó a la capital a comprarse el vestido para la boda de una prima, y Tiburcio, sin avisarle, llegó adonde Celedonia, dispuesto a cobrarse todo y con intereses. ‘No te quedará ni un centímetro de tu cuerpo por donde yo no pase mis manos y mi lengua’, le advirtió y la tiró sobre la estera vieja en la que dormía la madre de una de las reinas más bellas del Carnaval de El Chirriscazo. ‘Ese fue uno de los mejores Carnavales de la historia, la soberana bailó con todos y no discriminó ni al borracho ni al feo ni al pobre, esa sí fue reina, la mejor, etc.’, se escuchaba pasada esa fiesta loca. Pero ahora, mucho tiempo después, Celedonia sudaba la gota gorda tratando de capear el temporal de Tiburcio, que parecía hambriento y, según ella le contó a sus amigas, quería destruirle el cuerpo con sus caricias. ‘Casi me despelleja toda, parecía como que llevaba años sin hacerlo, esas manos callosas me las restregaba con fuerza por donde ya ustedes saben’, fue parte del relato que Celedonia le contó a las amistades.

La media tarde del préstamo se fue en un suspiro para Tiburcio, pero a Celedonia le pareció un siglo, de manera que cuando él quiso cumplir su advertencia de no dejarle ni un centímetro de su cuerpo sin caricias, ella se levantó de la dura estera y lo amenazó: ‘lárgate ya o me voy a tu casa apenas tu mujer venga y le cuento todo, y si no me cree le describo tu ropa interior y el lunar ese raro que tienes en la entrepierna’.

Tuvo Tiburcio que irse, todavía con hambre de esa mujer soñada.

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Ambiciosa: Mi hija será la reina aunque yo tenga que acostarme con ese puerco.

Reglas: Esa deuda no se paga con plata.

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