No hay peor ciego que el que no quiere ver
- domingo 02 de octubre de 2011 - 12:00 AM
Unos meses antes de que la humanidad aprendiera a confeccionar zapatos para protegerse los pies, ya andaba de boca en boca el refrán que reza: ‘No hay peor ciego que el que no quiere ver’.
Luisa compraba sus chancecitos dominicales cuando oyó el runrún de que su yerno andaba enredado en amores con una mujer del barrio.
Llegó a la casa de su hija, Luisita, y a quemarropa le comunicó lo que había oído.
Luisita, encolerizada, agredió verbalmente a su madre y le exigió que agarrara camino antes de que ella la obligara a salir con la Policía.
Los meses fueron pasando y, Marino, concubino de Luisita, seguía perdiéndose a cada rato, pero su mujercita creía ciegamente que era por cuestiones de trabajo.
Por esos días fue Luisa a intentar una reconciliación con su hija, pero esta ni siquiera la dejó entrar, al contrario, renació en ella el rencor por aquella insolente que se atrevió a poner en duda la fidelidad de su marido. Hizo ademán de entrarle a escobazos a la llorosa mujer si no se desaparecía de su vista a la velocidad del rayo.
Salió Luisa jurando íntimamente por todos los santos que ella buscaría la prueba para quitarle la venda a su hija.
Una tarde en la que Luisita ponía en remojo la ropa de su marido, encontró un tiquete de almacén y se le aceleró el corazón cuando leyó que el detalle decía por la compra de una cuna de madera torneada, color celeste con bordes dorados.
Cuando encaró a Marino, este le dijo que era una colecta de la empresa para una pobre mujer viuda que había parido antes de lo previsto.
Se sintió tan complacida con la respuesta que, por el puro gusto de joder, llamó a su mamá y le dijo que andaban los comentarios de que ella tenía un hermanito nuevo, así que: ‘ojo, mamita, ocúpate de cuidar lo tuyo, que hasta preñando anda’, le recalcó a través del teléfono.
Cuando Luisa se lo contó a su marido, quien en los treinta años de matrimonio jamás había vuelto siquiera a mirar a otra mujer, este se encorajinó tanto que unos minutos después se llevaba las manos al pecho mientras trataba con la boca extremadamente abierta de tragarse todo el aire que había en la sala.
Más tarde, en el hospital, bajó Luisa a comprar un té para calmar los nervios mientras esperaba el dictamen médico, pues su marido aún no reaccionaba. Camino a la cafetería, pasó por varias áreas del nosocomio y fue cuando, en vivo y a todo color, vio a su yerno que seguido por una enfermera empujaba una silla de ruedas donde iba una mujer joven, en avanzado estado de gestación, quien por los gestos de dolor que hacía, parecía próxima a dar a luz.
Aún no había apartado los ojos del cuadro cuando vio que entraba Luisita.
Nunca supo Luisa si fue que en el último hálito de vida, su marido logró comunicarse mentalmente con su hija, quien ‘dizque’ desesperada llegaba al hospital a saber de su padre.
Luisita se encontró de frente con su marido y con su parturienta amante. De una forma brutal, la vida la ponía cara a cara con la verdad.
No pudo Luisa evitar que su hija intentar agredir a la de la silla de ruedas, pero la enfermera se paró al frente y, el propio marido, mientras con la mano derecha hacía ademán de proteger a la embarazada, con la izquierda la empujó violentamente al tiempo que le gritaba: lárgate, que tú ya no eres mi mujer. Luisita entró en un ataque de histeria tan fuerte que necesitaron varios seguridad para impedir que estrellara su cabeza contra las blancas paredes del hospital.
Esa misma madrugada se apagó la vida de su progenitor.