Nada mejor que la comida de casa

En medio del tumulto de la gente, que se empujaba para llegar rápido a los centros comerciales y gastarse en unas tres horas todo el din...
  • martes 06 de diciembre de 2011 - 12:00 AM

En medio del tumulto de la gente, que se empujaba para llegar rápido a los centros comerciales y gastarse en unas tres horas todo el dinero que a punta de esfuerzos y privaciones había ahorrado durante un año, caminaba Olga, la del trasero millonario, por su forma, tamaño y manera de desafiar al mundo. A pesar de la silbadera y miradera de los hijos de Adán, ella no se sentía feliz, pues sospechaba que era falso que su marido estaba en la fiesta de Navidad de la empresa, a la que no la llevó porque, según él, el jefe había mandado un memo informando que a quien se le ocurriera llevar a un invitado se le pondría inmediatamente de patitas en la calle.

Se acercó a un puesto donde vendían arbolitos y uno de los vendedores le dijo: baratos y frondosos, y son panameños como el Canal. Son de Chiriquí, repitió el hombre. A Olga le cabreó la mentira del tipo, pero reparó en su sonrisa franca y le dijo que ’sentía ganas’ de un arbolito, pero que no tenía ni donde caerse muerta. ‘Dese una vuelta más tarde’, le dijo el hombre y se viró a atender a un cliente. Fue cuando Olga le vio el trasero y sin querer se ’calentó’ porque desde niña había admirado las retaguardias masculinas abultadas, como la de su maestro de cuarto y quinto grado, a quien siempre recordaba borrando el tablero. Pero su mala estrella la hizo enamorarse de Pellín, quien por trasero tenía una tabla de surf.

A nadie le amarga un dulce y menos en Navidad, pensó Olga, y se dispuso a dar vueltas por los almacenes mientras el desconocido terminaba de vender los arbolitos.

Casi a las diez empezó a caminar hacia donde el vendedor, convencida de que los esposos no valoran a las mujeres fieles por lo que se olvidó de todos los remilgos de esposa abnegada y se perdió por ahí con el vendedor de arbolitos. En cuanto llegaron al hotel, el hombre sacó lo suyo, que de verdad era un equipo fenomenal en cuanto a tamaño, pero, minutos más tarde, después de un desnutrido, simple y asmático polvo, Olga comprobó que no es el tamaño ni un trasero elegante lo que hace dichosa a una mujer en la cama. Se sintió tan infeliz que en cuanto el tipo se metió al baño a orinar se vistió rápidamente y salió, no sin antes sacarle un par de billetes para que dejara de ser tan arrogante y no volviera a decir que los arbolitos son chiricanos. Caminaba hacia el ascensor cuando vio que de este salía Pellín y una mujer. Pero fue casi como una visión, porque antes de que ella pudiera siquiera reclamarle, ya él no estaba, desapareció como una estrella fugaz dejándola sola frente a la desconocida, que tampoco salía de su asombro. De regreso, sola, para su casa, Olga meditaba en la tontería que había cometido y se convenció una vez más de que el amor es el único afrodisiaco que realmente funciona. Llegó a su hogar casi al amanecer y en cuanto entró se sorprendió de sentir un fragante olor a pino. Y en la sala, como si hubiese estado allí toda la noche, estaba Pellín terminando de adornar un gigantesco arbolito. Y sin preguntas de ninguna clase, se sentaron al pie del árbol navideño y, como en los primeros tiempos de casados, cantaron ‘Noche de paz, noche de amor…’