La motuda
- sábado 02 de abril de 2016 - 12:00 AM
En las rejuneras de El Chirriscazo nació Martina, quien desde pequeña sabía hablar muy bien, fue creciendo y al ver la pobreza de su familia quiso probar suerte en la ciudad, su prima le ofreció quedarse en su apretada casa, en los barrios marginados de la capital, y ella, sin dudarlo, dijo que sí porque era una joven decidida a lograr lo que quería. Al amanecer partió con su pariente Carmelina a la capital, atrás quedaba el cholo Orlando, acabangado y jodido, porque Martina lo sofocó varias veces, pero nunca se lo soltó.
Después de muchos días de frustración buscando en vano un trabajo, la pobre Martina no sabía qué hacer; para su sorpresa, una tarde su viejo y quebrado celular comenzó a sonar, era una señora con una voz muy refinada y suave diciéndole que necesitaba sus servicios como doméstica. ¿Cuántos años tienes, y eres fea o bonita?, preguntó la doñita, y Martina dijo: 20 años y no soy ni fea ni bonita ni gorda ni flaca.
Al día siguiente se conocieron y a Martina no le costó mucho mostrarse modosita, pajuata y muy inocentona, para ganarse la confianza de la señora Lucero, así que comenzó a trabajar enseguida. Una semana después, regresó el patrón, un tal señor don Carlos, que quedó impactado con Martina, pues venía cabreado de las rubias y ojiazules, tan frías como sus países, que había probado en el país de los relojes. La cholita era enrazaíta, joven, de ojos claros, piel trigueña, senos descomunales, trasero pequeño, pero firme y apretadito. Le pareció que a esa figura moldeada aún no le habían quitado el sello y, simplemente, quedó excitado al ver la naturalidad de Martina, nada que ver con su vieja esposa que siempre tenía dolor de cabeza, una piel pálida y arrugada por los años, y, lo peor, la doñita era más difícil de calentar que una momia con varios siglos de antigüedad. Se impuso su deber y en la alcoba trató de tirársela, fue en vano, porque cuando se metió a la cama desnudo, recién bañado y perfumado, ya doña Lucero se encontraba en el quinto sueño y con más mantas que una árabe, intentó despertarla, pero esta le respondía con ronquidos, le besó los senos atropellados del tiempo, pero nada, no le quedó más que consolarse él solito, mirando mujeres encueradas en su computadora. Después de una romántica noche con sus manos, le preguntó a su mujer si en la noche podían tener un poco de acción, pero Lucero ya tenía cita con la masajista, esto lo decepcionó mucho. Martina le sirvió la cena mientras don Carlos la miraba con deseo; la invitó a tomarse unos tragos y Martina no se negó, después de unas copas entraron en mucha confianza y de forma espontánea se comieron a besos. El plato fuerte no tardó en llegar, y don Carlos quedó impresionado por los movimientos acrobáticos de Martina, quien ya no tenía el sello que él esperaba quitar. Por primera vez en mucho tiempo, Carlos se sintió vivo con una mujer.
Las noches siguientes, a escondidas, Carlos se iba para el cuarto de Martina, quien tenía una pose distinta en cada encuentro; el problema vino porque ella chillaba cada vez que el viejo la tocaba en las profundidades, y, por alguna extraña razón, los sedantes no le hicieron efecto a doña Lucero, que escuchó la gritería y corrió a ver. Abrió y su mirada gris captó el trasero de Martina, al aire, y a su marido tratando de hacer una pirueta para rejearla.
La despidió en el acto, y Martina no fue recibida por la prima, por lo que regresó limpia al pueblo, adonde el señor don Carlos llegó un mes después a buscarla, porque tras lidiar con semejante hembra no podía consolarse con su mano, y porque no podía olvidar el tamalón de Martina, a quien él apodaba mi motuda que ya no tenía el sello. Dicen que el ricachón también se trajo a Orlando, el novio de Martina, porque ella se lo exigió para que lo ayudara a domarla.
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Orgullosa: Soy tamalona y caliente.
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Cruel: A ese lo sofoco, pero no se lo doy.