Un esfuerzo inútil
- miércoles 06 de junio de 2012 - 12:00 AM
‘Dale, chino. Chino, dale. Acuérdate de que yo estoy dispuesta, además mi marido era un indio’. Así le decía Namibia a su patrón, un chino comerciante y de mediana edad, quien le había dado trabajo en su casa tras ella hablarle de su necesidad económica.
El chino apartó el vaso de jugo de papaya, primer alimento que a diario ingería, según él, para mantener el buen funcionamiento de sus vísceras. ‘Chino tener esposa allá lejos, ella va a venir, además chino no sabe hacer feliz a mujer de mucha carne, tú muy grande y ancha’, le repitió una vez más.
‘Pero dale, chino, cuando tu mujer venga yo me voy. Tú sabes que esa vaina es flexible, se adapta a todos los tamaños’. El hijo de la tierra de Confucio trató de encontrar en su idioma la traducción correcta, pero no pudo, por lo que terminó de tomarse su jugo y se fue, dejando a la exuberante Namibia sola con sus ardores.
Un rato después, en el calor del mediodía, se puso ropa ligera, la cual destacaba sus caderas y nalgas como altares, que clamaban por una atención del chino.
Le sirvió el almuerzo en silencio y se sentó a acompañarlo.
‘Tú cocinas sabroso’, le dijo el chino cuando le pidió más comida.
‘Chino, yo todo lo hago sabroso, dale, vamos a mi cuarto, a esta hora nadie viene a la tienda’, pidió la sensual mujer, cuyo antojo por el chino crecía día a día.
‘Aproveche que no hay clientes y barra bien la tienda, pásele el trapeador con bastante cloro’, fue la respuesta nada sensual del chino.
En esa dinámica de pedir ella y negarse él pasaron varios meses hasta que una tarde él la encontró llorando mientras doblaba la ropa lavada por ella misma.
No le dijo nada, pero con mucha ternura sacó su clásica toallita, blanca y de rayas multicolores, y le secó las lágrimas mientras le decía: ‘Si necesita plata, avisar, chino la puede ayudar’.
El gesto sacó de cuajo todas las ganas que Namibia había guardado en sus entrañas de mujer ardiente, herencia de sus ancestros africanos.
Y con rapidez, como quien sabe que es ahora o nunca, se desprendió violentamente de su vestuario. Y así, tal como llegó al mundo 35 años atrás, se acostó sobre la mesa cercana y jaló al de la raza milenaria, que aún no salía de su sorpresa.
Pese a estar sorprendido, el chino pudo pronunciar su argumento de siempre: ‘Chino no sabe, chino no sabe qué hacer con tanta carne, esposa de chino venir pronto’.
Pero el olor a mujer dispuesta, a mujer con el ímpetu forjado en el mismo corazón de África, le hirió la nariz y le hurgó con tanta fuerza los sentidos que se le vino abajo el argumento de siempre.
Fue el momento que Namibia aprovechó para atraerlo hacia ella sin dejar de decirle: ‘Dale, chino, chino dale’.
‘Hey, chino, abre que llegó el carro del gas’, gritaban afuera varios clientes y los encargados del camión surtidor.
El hijo del país de la seda intentó levantarse, pero Namibia recurrió al poder de sus piernas y lo amarró literalmente. Fue cosa de segundos, porque casi enseguida se escucharon en la parte de afuera voces que hablaban en mandarín. El chino, que aún no había visto acción, se levantó violentamente, indiferente a los gritos de: ‘dale, chino. Chino dale’.
Namibia se levantó a perseguirlo, pero ya el hombre se había puesto la única pieza que se había quitado: el suéter, y con cara de mil demonios le dijo en perfecto español: ‘Vístase y no venga más a trabajar. Mande a sus hijos mañana a buscar su liquidación’.
Namibia salió apresurada por la parte de atrás, tal como se lo indicó el patrón, pero antes le dijo, en el español de Panamá: ‘Tú perdiste, chino macaco, la vétera c… seca esa no tiene mejengue’.