Emputao

Ariosto se convencía cada día más de que las redes sociales estaban dañando las familias y las relaciones de las parejas
  • martes 18 de noviembre de 2014 - 12:00 AM

Ariosto se convencía cada día más de que las redes sociales estaban dañando las familias y las relaciones de las parejas. ‘Mi rival duerme conmigo, en la misma cama donde paso la noche con mi mujer, cualquier rato me cabreo y mando a todo el mundo al carajo, ya no sé lo que es compartir una comida, nada, mis hijos se levantan pegaditos al celular y mi mujer igual, si hablo no me hacen caso’, añadió.

Un compañero le recordó que cuando no podemos contra el enemigo lo mejor es unirnos a él, y se ofreció a darle unas clases a Ariosto para que aprendiera a vivir pegado al celular. Fueron varias tardes las que pasó Ariosto tratando de aprender para unirse al silencio de su familia, y lo logró en una semana. ‘Si quiere mandarle una rosita a la hembra, hace clic aquí, baja esto, clic allá y si quiere añadirle que ella sí lo hace bueno, solamente es cuestión de teclear, compa’, le advirtió el maestro, y Ariosto se fue contento.

Dos días después le comentó al compañero que le mandaba cositas a la mujer, pero esta no le devolvía nada. ‘Eso sí, ella se la pasa pegada a ese bicho andándolo, pero nada para mí’, le contó, por lo que el fulano le dijo que pelara el ojo.

Pero, ¿hay alguna forma de ver qué es lo que ella manda y a quién?, le preguntó Ariosto al amigo, que se ofreció una vez más a ‘pulirlo’. ‘Dele una rejera buena, para que se duerma profundamente y usted pueda abrir el celular y revisar qué es lo que tiene allí, cualquier duda me llama, se mete al baño y tranca, para que trabaje tranquilo’, lo aconsejó el compañero, pero la mujer no aceptó la triple rejera y tuvo Ariosto que conformarse con esperar hasta que la dominara el sueño, a golpe de dos de la madrugada, cuando la bella se durmió y poco a poco aflojó el celular.

Eran casi las seis de la mañana cuando llegó Ariosto a la casa de Fabián, un vecino. Solo dos toques contundentes sonó en la puerta maciza del hogar ajeno. Abrió la mujer del buscado. ‘Quiero hablar con su marido, llámelo’, le dijo de mala manera a la corpulenta mujer que se plantó en la entrada con una cara de diabla y un aliento que hubiera tumbado a cualquiera, mas no a Ariosto, que llegó con sangre en los ojos. Mi marido no se ha despertado todavía, repitió la gordita. ‘Pues que se despierte, porque yo estoy emputao, verdaderamente emputao, y si no se levanta, yo entro y lo saco de la cama’, dijo Ariosto, que no tuvo necesidad porque el otro ya salía a atenderlo. ‘Dime qué ch… quieres, que yo también estoy emputao contigo por venir tan temprano a llamarme así’, le gritó el de la casa.

‘Voy a llamar a mi compadre, el comisionado Herrera, para que te saque de aquí por venir con esas palabrotas a mi casa’, dijo la mujer, pero ya Ariosto estaba demasiado emputado y le mostró el celular a la dama, que tragaba grueso cuando leía el mensaje que su marido le había mandado a la mujer de Ariosto: ‘Soñaré con los besos que aún no me has dado, disfrutaré tu boca en la distancia y me consolaré con la promesa de tu amor sincero’.

Una lluvia de puño le cayó al recién levantado, al que tuvieron que auxiliar los vecinos, quienes llamaron a la Policía, que llegó pronto y puso orden. ‘¿Por qué está tan emputado?’, le preguntó el sargento a Ariosto, que le contó el suceso del mensaje y se lo mostró: ‘Dura esa, hay mucha sustancia en esa letra, creo que cuando se desempute debe recoger lo suyo y largarse, porque en el corazón de su mujer ya no está usted’.