El rompemuelas

- jueves 12 de septiembre de 2019 - 12:00 AM
Desde su adolescencia, Lisardo era bravucón y buscapleitos. Había practicado el boxeo aficionado, y como se le dio bien, decidió entrar pronto, demasiado pronto quizá, en las filas del profesionalismo.
Él no sabía mucho del deporte de las narices chatas en cuanto a su historia, sus leyendas o figuras destacadas. No era un gran lector ni visionaba muchos videos. Pero peleón era, le gustaba la bronca, y pensó que por ahí estaba la solución del arroz y los porotos. Así que ‘Sardo' comenzó su carrera deportiva dentro de las cuerdas. Al principio iba bien; pronto, no tan bien; y en su momento le cayeron sus buenos trancazos. Empezaron a barrer el tinglado con él. Y después de asimilar unos cuantos nocáuts, que según los entendidos no le dejaron la cabeza del todo bien, Sardo tomó la sabia decisión de retirar su molido cuerpo del ensogado de un modo definitivo, antes de quedar cazando moscas con las manos, o de que lo retiraran con las patas por delante.
Lo que sí mantuvo Sardo fue su mal carácter. Dondequiera que iba provocaba peleas con los amigos, con los vecinos, en las fiestas familiares, las cuales amenizaba siempre con sus trompadas. Se sentía el mandamás, y quería que le temieran.
Lisardo no paró allí. Llevó su fama a sus sitios de trabajo. Casi siempre algún compañero regresaba a casa el fin de semana con el ojo hinchado porque dijo algo o comentó cualquier cosa que a Lisardo no le había gustado. Este se reservaba el ‘derecho' de ser patán o contestar airadamente, aun cuando sus interlocutores le hablasen con cortesía.
Un día, cansado de ser un empleado público, y también de los despidos que a veces se ganaba por sus malos modales, Lisardo decidió comprarse una gasolinera. Tenía ahorros suficientes y socios. La estación de servicio tenía buena clientela y todo iba bien hasta que Lisardo decidió ser uno de los despachadores. Pero Sardo era el mismo de siempre, cambiarse de ‘vestido', de empleado a jefe-trabajador no había cambiado a la mona. Empezó a tratar a la gente con su mal humor y sus bravuconadas y tenía frecuentes altercados con los clientes. La clientela comenzó a bajar por eso, y el antiguo boxeador, molesto por el bajón, se tornó más irascible que nunca. Para entonces Sardo tenía bien afincada su fama de ‘rompemuelas' y tal fue el apodo que le pusieron por esa costumbre tan suya de romperle los dientes a cualquiera que le reclamase en voz baja o alta, con justificación o sin ella, alguna tardanza injustificada en el servicio o algún otro maltrato.
Todos los testigos recuerdan aquella tarde cuando un hombre joven, rubio, alto y vestido con saco y corbata pasó por el lugar y viendo la gasolinera de Lisardo en servicio se bajó y pidió ser atendido. Sardo pensó: ‘A otros he despachado a golpes, pero no todavía a un yeyesito, así que a este lo despacho ahorita'. Nunca lo hubiera pensado. Sardo soltó una de sus habituales groserías. Cuando el hombre le contestó exigiéndole modales, el ‘rompemuelas' le lanzó un golpe que abanicó el aire. No solía fallar, y menos porque pegaba por sorpresa, pero viéndose burlado soltó un segundo golpe que tampoco encontró su objetivo. Ágiles movimientos hacia atrás y hacia los lados del yeyesito lo habían sorteado. Antes de que pudiera lanzar el tercero, Sardo se encontró con un puño colosal que hizo explosión en su cara. Despertó en un hospital, con los dientes y la nariz rotos. Allí se enteró de que el tipo al que enfrentó y que juzgó un yeyesito había sido profesional de deportes de contacto y había obtenido muchas medallas y cinturones deportivos. Fue una lección en verdad dolorosa para el ‘rompemuelas'.