El profesor

Desde que descubrí todo lo que podía conseguir con lo que Dios me dejó en el medio, decidí casarme con uno que ganara bien
  • domingo 10 de abril de 2016 - 12:00 AM

Desde que descubrí todo lo que podía conseguir con lo que Dios me dejó en el medio, decidí casarme con uno que ganara bien. Mi abuela me aconsejó que el ideal era un profesor, recuerdo que dijo ‘esos están preparados para entender mejor a la gente joven y tú nunca pensarás como adulta porque naciste en la colita de la luna nueva'. En la escuela traté de meterle zancadillas a los profesores mayuyones, pero ninguno me hizo caso, porque no soy ni bonita ni abundante. Me botaron del colegio porque le metí dos cafás a la profesora que orienta, porque me dijo que la ley era clarita ‘los estudiantes se enamoran con las estudiantes y los docentes con las docentes, no te equivoques, mi hijita'. ‘Cada oveja con su pareja', concluyó la profe sonreída y yo le congelé la sonrisa con los dos ‘callatelabocota'.

Luego, me enamoré con varios, pero ninguno de los condenados quiso darme su apellido, todos, quizás, andaban en busca de una guial bonita y de cuerpo responsable. Traté también de apagarles la lámpara a otras para encender la mía, pero los infelices se complacían y hasta allí llegaba yo, ‘mi mujer es la reina, tú y las otras son las mozas', me dijo uno tras explorarme de lo lindo por todas partes, todo porque yo le pregunté cuándo me ponía casa. Su respuesta le costó regresar a su hogar con los vidrios delanteros vuelto leña. Sacó la mano para desquitarse, pero yo saqué la pistola de juguete que siempre cargaba para cualquier emergencia y lo hice recular. No sé qué le inventó a la reina para explicar los vidrios rotos. No volvió a llamarme ni me acusó de nada, y mejor que no lo hizo porque de haberlo hecho yo hubiera ido donde la mujer a contarle el cuento completito, y hasta le hubiera dicho que en el trabajo él decía que en la cama ella era peor que una vaca muerta.

Ya llevaba rato en la curva de la década del veinte cuando conocí a Manuel en un pirata. ¿En cuál colegio trabajas?, le pregunté, porque vi que llevaba un maletín de maestro. Me contestó un nombre que yo no entendí, pero asumí que debía ser un colegio de pelaos ricos, y se me hizo agua la boca pensando en levantármelo y ser yo la que manejara ese sueldazo. Nos bajamos juntos y conversamos de todo, a él lo llamaron varias veces y siempre contestaba con monosílabos, sí, ¿dos?, no, bien, así y dolita, con una cortesía y una voz de maestro que yo quedé convencida de que lo era. Volvimos a vernos tres veces antes de llevarlo a mi casa para que mi gente lo conociera, siempre usaba ropa de maestro. En la visita hizo alarde de sus maneras de maestro, pero cuando se fue, mi hermana me dijo ‘cuidado, Liza, con una desilusión, ese novio tuyo me parece un farsante, no es ningún profesor de nada'.

Yo la insulté y la llamé envidiosa y cuantas palabras despectivas me dictó mi mente calenturienta. ‘Claro que es un profesor, por eso siempre carga su maletín', repetía yo. Y le exigí a mi papá que me permitiera traérmelo para la casa, me costó convencerlo, pero mi viejo accedió. La misma noche que Manuel se mudó ocurrió el desastre. Mi papá, furioso porque él llegó con un colchón inflable, una estufita eléctrica y otros cachivaches, salió al patio a refrescar la rabia, con tan mala suerte que dejó la puerta abierta, lo que aprovechó ‘Sultán' para entrar a la casa. Como no conocía a Manuel, trató de morderlo. Mi hombre-profesor, despavorido, se defendió con su maletín de maestro, que cayó al piso quedando a merced del can que en segundos lo destrozó. Mi progenitor y mis hermanas, que estaban encuartadas para demostrarme que no les simpatizaba mi profesor, corrieron al oírme gritar. Todos fueron testigos directos de lo que mi macho cargaba en su maletín: varios CD, dos guabas, un mango verde y unas toallitas…

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Hablador: Mi esposa es la reina, tú y las otras son las mozas.

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Interesada: Quiero casarme con uno que gane buco plata.