El mensajero
- lunes 08 de octubre de 2012 - 12:00 AM
L arisa miró con envidia a su hija adolescente que en la sala tenía una rochadera de infarto con el novio. Recordó cuando ella hacía lo mismo con los noviecillos, a los que calentaba de pura maldad y luego los dejaba caminando rencos, nada de nada para los pobres pelaos que se estropearon el vientre en vano y después tuvieron que secarse los mocos porque ella sí se lo aflojó al mayuyón Omar, quien la preñó enseguida y la mudó para otro barrio, donde pagó las verdes y las maduras. El man le salió superquemón y encima descarado, a diario llegaba pintarrajeado y oloroso a colonia femenina, y encima, cabreado, por lo que ella tuvo que regresarse para la casa paterna y rápido amarró a Leandro, el más buenagente del barrio, a quien ahora le exigía que hiciera las veces de papá de Omaris.
‘Tienes que exigirle que pele bien el ojo cuando la niña vaya allá, que no se descuide, que cuidado el pelao de ella nos perjudica a la pelá. Háblale claro, que no es el c... de ella el que está en juego’. A Leandro, timorato y pendejón, le daba culillo ir a hablar con la mamá del muchacho, a quien ni siquiera conocía, pero no se atrevió a negarse rotundamente a ir a negociar la preservación de la virginidad de su hijastra. Apenas se atrevió, débilmente, a decirle a su mujer que fuera ella, que esas eran cosas de mujeres, pero Larisa, que lo tenía de congo, lo fulminó con la mirada y lo despachó enseguida a cumplir el mandado.
Tras decir buenas más de diez veces, una voz de mujer ardiente le contestó: espérese un momento.
Asustado, Leandro esperó con paciencia hasta que se abrió la puerta y apareció Tati, en toalla.
¿Qué es lo qué es?, le dijo la mujer con un habladito traqueado. ‘Es que, es que, bueno, yo soy Leandro Bravo, el papá de Omaris’.
Ah, señor Bravo, pero si es usted, siéntese pues, ni me imaginaba yo que era usted. La pelá no se parece nada a usted, seguro que es igualita a la mamá, yo tampoco la conozco a ella.
La mujer, aún en toalla, se le sentó al frente y cruzó las piernas coquetamente. ‘¿Qué es lo que se le ofrece, don Bravo? Ay, su apellido sí que no va con su cara, usted me recuerda a un presidente muy guapo, uno que mataron a tiros, era un gringo’, decía la mujer atropelladamente.
Y le tocó la venita de la vanidad a Leandro, quien se soltó a rememorar el asesinato del presidente de EE. UU., John Kennedy, y a hablar de otros magnicidios mientras la mamá del muchacho escuchaba pensando que ese hombre de tantos conocimientos no parecía ser el papá de Omaris, que a duras penas llegó al 9°.
Deme agua, le dijo él una hora más tarde, cuando ya Tati lo había retratado varias veces con unos sensuales movimientos de piernas.
‘Ay, don Bravo, me puede ayudar a sacar yelo’, le pidió ella y apenas Leandro se acercó a meter la mano en el refrigerador, ¡zas! cayó la toalla al piso, dejando a Tati en el mismísimo traje de Eva.
‘Ay, don Bravo, no me mire así que yo justo hoy iba a rasurarme’, le decía Tati sofocada a pesar de que Leandro miraba para otro lado. Para ganar tiempo, mientras pensaba qué hacer, con voz temblorosa él le contestó: ‘Tranquila, que yo estoy medio cegato, fíjese que casualmente quería inscribirme en el Cataratón, además, a mí me gustan así, peluditas’.
‘Ay, don Bravo, ¿de verdad que le gustan así moñonas?, decía con la respiración trabajosa la sensual Tati, cuyo cuerpo repletito ‘aún prometía’.
Leandro iba a decirle que él era como el puerco, que le mete diente a lo que venga, moñonas, pelonas o a medio afeitar, pero no pudo, porque: ¡¡¡¡Leandro, métele un cafá a esa estúpida que acabo de enterarme de que ya Omaris y Kevin se comieron la merienda!!!!
Era Larisa, descompuesta de rabia por la noticia.
Leandro, muerto del susto, salió en estampida y se fue en su carro. Después supo que Larisa, a punta de golpes, le sacó dos dientes a Tati: uno por haberle, según ella, goloseado al marido, y otro por el hijo atrevido que también le goloseó a la pelá.
MORALEJA: NO MANDES A TU HOMBRE A LA CASA DE LA MUJER QUE VIVE SOLA.