El dinero va y viene

‘Ay, ombe’, dijo Elianeth cuando vio aquello en su máxima expresión. Tenía el largo, el grosor, el color y el olor que ella había imagin...
  • jueves 10 de mayo de 2012 - 12:00 AM

‘Ay, ombe’, dijo Elianeth cuando vio aquello en su máxima expresión. Tenía el largo, el grosor, el color y el olor que ella había imaginado desde el mediodía lejano en que lo vio por primera vez, cuando su marido, Camaño, llegó a la casa zalamero diciéndole: ‘Mira, mami, ya llegó el que le va a poner cielorraso a tu recámara’. A partir de ese día perdió la paz, se le desordenaron los pensamientos y la atención limosnera que siempre le había dispensado a su marido en la intimidad bajó a niveles de pobreza extrema.

Tras unos minutos de mirar aquello —cuando se convenció de que una cosa es imaginar y otra ver— tomó la decisión largamente pensada: ‘Camaño ya no sirve, y lo que no sirve, se bota’. Y entre lágrimas se compadeció de sí misma, tantos años perdidos con ese falito desnutrido e insípido. Y decidió: ‘Hoy mismo me mudo para donde Marco’, el hombre que desnudo y acostado frente a sus ojos la miraba con una expresión indescifrable.

Iba a decirle que solo buscaría la ropa para venirse a vivir con él cuando el hombre le dijo señalándose el miembro erecto: ¿Te gusta el campeón? Y sonrió mostrando una hilera de dientes perfectos y blancos, rasgo común entre los de su raza.

Elianeth, dominada por completo por la urgencia de la carne, avanzó hacia Marco, decidida a probar el sabor, pero este la detuvo tomándola por la muñeca mientras le decía y señalaba el muñecón con el índice derecho. ‘Ese cobra cien dólares por dos tiradas’.

Fueron solo siete palabras cortas las que dijo, pero para Elianeth tuvieron un efecto de terremoto. Tardó unos minutos en recuperarse y diez más antes de salir llorosa, pero dispuesta a realizar mil y una diligencias para conseguir el dinero con que se regalaría un poco de felicidad.

No le fue difícil convencer a Camaño de la urgencia de unos exámenes. El hombre buscó entre unas botas viejas, de donde sacó una bolsita dorada: ‘Uno, dos, tres, cuatro y cinco’, dijo y ella los guardó apresurada en su cartera.

Salió de madrugada para la casita de Marco, donde entregó los cinco billetes de a veinte por el encuentro tan anhelado, pero que más tarde le pareció simplón y aburrido. Terminó el acto sin ganas, desilusionada y convencida de que Marco era un flojondango sin gracia ni arte para el sexo: un verdadero bulto. Furiosa le dijo: ‘Ni uno más y quédese con el vuelto’.

Regresó a su casa y contó una retahíla de mentiras sobre los exámenes que le habían hecho.

Pero, ¿salieron bien? ¿Está segura que salieron bien?, preguntaba Camaño preocupado. ‘Todo bien dijo el doctor’, contestó Elianeth, y ambos no volvieron a acordarse de los exámenes ni ella del incidente con Marco.

Había pasado una semana cuando llegó Camaño encarado. Se sentó a comer serio y callado. Se mantuvo así hasta entrada la noche cuando ella lo vio bajar toda su ropa, meterla sin prisa en bolsas negras y salir. Solo le hizo una carantoña al perro. A ella no la miró siquiera, pero de espaldas le dijo: ‘Sus exámenes no me costaron cien dólares, pero me rompieron el alma. Hoy fue el tipo del cielorraso a pagarme una plata que me debía y me llevó exactamente los cinco billetes que yo le di a usted, los cuales estaban marcados’.

‘Él me robó, yo me lo encontré en la clínica y lo saludé. Conversamos un ratito. Cuando fui a pagar no encontré el dinero en la cartera’, dijo Elianeth, pero ya Camaño no la escuchaba. Había pisado por vez última el portón de la casa que con tanto amor él construyó para ella.