Cogío en Carnaval

El borracho repetía a cada rato que no hay nada con más poder que las lágrimas de una mujer, pero ninguno de los pinteadores le prestaba...
  • lunes 03 de marzo de 2014 - 12:00 AM

El borracho repetía a cada rato que no hay nada con más poder que las lágrimas de una mujer, pero ninguno de los pinteadores le prestaba atención.

Entre los oyentes estaba Lucrecio, quien soltaba una carcajada ante los pronunciamientos del ebrio feliz.

‘No hable bajezas, ombe’, le dijo antes de irse para su casa, donde comprobó que el hombre tenía razón, pues en cuanto entró se puso blandengue al ver a Neri, su esposa, sentada en una esquina llorando desconsoladamente. Fue suficiente para convencerlo de que tenía que buscar los reales para llevarla a los Carnavales de Jaqué, allá en Darién.

Trató una vez más de hacerla cambiar de idea diciéndole que acá en la capital había muchas opciones, pero la respuesta de ella fue contundente: NO, NO Y NO. Estos no sirven, es en Jaqué o se acaba este matrimonio.

Y tú eres el que más pierdes, si eso ocurre, le recalcó, segura de que él era capaz de cualquier cosa con tal de tenerla como esposa. La sola idea de que ella lo dejara le ponía los pelos de punta, por lo que se sentó a cranear cómo y dónde conseguía el dinero para ‘complacerla’. ‘Es el precio por tener una mujer bonita’, pensaba Lucrecio, a quien le habían hecho creer que era el único feo de una familia de 62 varones, entre primos y sobrinos.

De ese complejo se aprovechaba Neri a cada rato. En ese momento de confusión, Lucrecio recordó que su tipo de sangre era el más escaso, el menos común: el AB-. ‘Perdóname, Dios mío’, pensó, pero es mi única solución.

Y subió el anuncio a las redes. No tardó mucho en recibir la llamada de una familia que andaba desesperada por conseguir ese tipo de sangre, y, pese a querer complacer a su mujer, Lucrecio se sintió muy mal en el momento de acordar el precio de la venta. Esa misma tarde, luego de los exámenes previos, hizo la donación, y hasta allí todo iba bien.

La familia apurada le pagó mucho más de lo que él había pedido. La abuelita del enfermo, una viejita coqueta y muy maquillada, sintió tanta gratitud hacia Lucrecio que lo besó varias veces. Nadie se percató de que la marca del labial de ella había quedado en el cuello del vendedor de sangre, quien solo lo supo más tarde, al llegar a su casa con la platita caliente.

Y, como siempre, sin apuñalarse ni un dólar, le entregó todo el dinero a Neri, quien, con el vil metal en su mano, dio un grito y le cayó a puñete y arañazos mientras lo acusaba de haberse prostituido para conseguir el dinero.

El sorprendido y asustado Lucrecio no tuvo ni tiempo de preguntar a qué se debía el ataque. Agarrado por la oreja la bella lo llevó hasta el espejo y, allí, con un dedo, le recogió el resto de pintura labial que tenía en el cuello.

El acusado no pudo explicar la procedencia de esa marca en la erótica zona. Y a pesar de que rogó y moqueó, a la linda Neri no le dio la gana de creer en su inocencia ni apreció el gesto de vender su sangre para complacerla.

Las muchas lágrimas de Lucrecio no fueron suficientes, su mujer lo devolvió al club de los solteros, pero no le soltó ni un billetito de la venta.