En busca del beso negro
- domingo 28 de agosto de 2011 - 12:00 AM
E nmarcado por la agreste geografía de las montañas veragüenses estaba el pueblito donde vivía Jaime, un treintón guapísimo, pero de maneras y aspecto severo adquiridos durante sus años de estudio sacerdotal que no pudo culminar por problemas de salud.
Los valores y afanes aprendidos en la época de estudiante le daban la fortaleza necesaria para no sucumbir a los apremios de la carne, que a su juicio se reservaban únicamente para los unidos bajo los sagrados ritos del matrimonio eclesial.
Fue un domingo en la misa cuando, por primera vez, sus ojos se posaron en el trasero altanero de Bella, la recién nombrada enfermera del puesto de salud.
A todos los presentes les extrañó verlo en las actividades mundanas posteriores a la celebración eucarística, pero más les admiró verlo cortejar a Bella, una capitalina joven, recién graduada, con una cara de picardía y una sensual sonrisa que, combinadas con su infartante trasero, sanaban a los enfermos y enfermaban a los sanos.
La erótica Bella tenía su paquetito guardado, producto de una entrevista lujuriosa con un vendedor de legumbres que la sometió deliciosamente en el callejón de la casa de su abuela.
Jaime solo entendía el sexo en términos de besos de boca a boca, nada más, y de penetración, para él era pecado toda esa maraña de técnicas, juguetes y posiciones, para él solo existía una, la del misionero, y no había otra. Tampoco aprobaba hacerlo en otro lugar que no fuera la cama. Ignorante de esa filosofía de Jaime e ilusionada porque este se veía buenón de físico y de alma, Bella se lanzó al urgente ataque.
Sin preámbulos de ninguna índole lo invitó al río para refrescarse un poco y hacer ejercicio nadando hasta el anochecer. Pasaron dos horas y Jaime solo hacía nadar y nadar. Abrumada por el temor de sus dos meses de atraso, ella le propuso que fueran novios, pero un noviazgo corto porque ya ambos eran adultos y para qué esperar tanto. Convinieron en que el noviazgo duraría una semana y si al término de esta no habían tenido ninguna pelea, entonces se casarían en una ceremonia civil solamente, dijo ella. Después de una hora de debate, Bella aceptó que la boda fuese también por la iglesia. Pero los minutos corrían y Jaime nadaba y nadaba, pero nada de insinuar tumbarla.
Fue ella quien tomó la iniciativa y se colocó sobre él buscando entibiar la cosa, pero él, sobrepuesto de la sorpresa, se levantó y le dijo: estese tranquila mi Bella que todavía el cura no nos ha dado la bendición.
Fue una semana de lucha, pero sin ninguna pelea, Bella buscando tumbarle la firme decisión y él rehuyéndole. En ese jueguito de sí y no se iban hasta la madrugada en que él se retiraba a su casa casi enfermo por el deseo reprimido mientras ella contaba los minutos que faltaban para la ansiada boda que se celebró exactamente diez días después gracias al soborno de varios implicados que obviaron pasos y cometieron una serie de triquiñuelas.
Ya en la intimidad, Bella, que había comprado un montón de juguetes sexuales, esperaba un ataque violento y una serie de preámbulos cada cual más atrevido, pero se encontró con un amante frío, que se horrorizó al ver esos juguetitos tan raros y que pensó que tras unos insípidos besos ya era la hora de penetrarla. Desesperada y con el ardor propio de la mujer joven, exigió caricias modernas, donde lo más liviano era sexo oral mutuo, cosa que espantó a Jaime quien se negó rotundamente a seguir si esas eran las condiciones. Formaron, entonces sí, una violenta discusión que se acabó cuando ella le dijo que todos los esposos en la noche de bodas tienen el deber de darles a sus esposas el beso negro… en puntos suspensivos se quedó la mente de Jaime antes de vestirse y recoger su maleta que ni siquiera había abierto. Regresó antes del amanecer a su casa, asombrado aún de que haya tanta gente loca en el mundo que han desfigurado un acto tan tierno como el de hacer el amor…