Bodas sangrientas
- miércoles 05 de octubre de 2011 - 12:00 AM
A la orilla de un río de aguas caudalosas, pero turbias, Leonardo y Federica se juraban amor eterno mientras se conformaban con contemplar sus hermosos y jóvenes cuerpos desnudos.
Una bandada de aves cantoras sobrevoló el área sembrando incertidumbre en la bella Federica, y casi enseguida, el hermoso caballo negro de Leonardo, que yacía amarrado muy cerca de ellos, se encabritó avisando a su amo que el padre de la muchacha estaba cerca.
Fue la última vez que se vieron, pues el padre, que se oponía a la relación porque Leonardo era pobre, amenazó con matar al joven si no se alejaba. Así puso fin al idilio. Pero ya en el alma de los jóvenes había nacido una pasión impetuosa, de esas que queman el alma, se meten en la sangre, desafían al tiempo y, contra todo, se quedan allí, agazapadas, como una bomba de tiempo que estallará ante el mínimo estímulo.
Creyendo que el matrimonio sería un represor del sentimiento, Leonardo pronto contrajo matrimonio con otra mujer. Su vida de casado no le bastó para olvidar a Federica, pues pensaba en ella día y noche, y pensando en ella hacía el amor con su mujer, y engendró su hijo con Federica en la mente.
18 meses después, fue su propia mujer quien le comunicó sobre la próxima boda de Federica. Entró en un desasosiego tan grande que salía a cabalgar durante horas por esas llanuras infinitas mientras la llamaba a gritos. No pudo volver a estar íntimamente con su mujer. Una noche, profundamente desesperado, cabalgó a todo galope por cuatro horas hasta la casa de su amada. Sin bajarse del negro caballo se pegó a la ventana de ella y le pidió que no se casara. A pesar de que Federica no podía contagiarse de la dicha de la próxima boda, por venganza, se negó a complacerlo.
Todos los habitantes de los pueblos cercanos, incluyendo a Leonardo con su esposa e hijo, se congregaron en la iglesia para presenciar la boda de Federica, la más rica de la región, con otro joven, también adinerado.
Tras la ceremonia, los asistentes cantaban cantos alegres y degustaban los variados platillos que la mamá del novio había preparado para tan feliz ocasión. Todo era felicidad y camaradería.
Afuera, la luna brillaba en todo su esplendor mientras alumbraba el sitio donde estaban amarrados los caballos. El padre y el esposo de Federica, entusiasmados y felices, se disponían a servir una nueva ronda de bebidas cuando entró la mujer de Leonardo anunciando a gritos que su marido y Federica se habían escapado.
Nadie supo nunca quién le trajo un caballo ni quién le dio un filoso cuchillo, pero en menos de tres minutos, el esposo de Federica, ayudado por la claridad de la luna, salía a todo galope, dispuesto a encontrar al raptor y a su esposa.
A varios kilómetros, Leonardo y Federica, apasionados y llenos de una fuerte energía sexual, espolaban al caballo sobre el que iban ambos, deseosos de llegar a un sitio donde pudieran sofocar ese amor que ni la distancia ni el tiempo había podido acallar.
Mientras, la luna en su plenitud y en lo alto parecía ser cómplice de ellos y del otro jinete, que ya muy cerca estaba, quien con la fuerza que da la rabia y la decepción, también espolaba a su caballo que, por rara y siniestra coincidencia, era negro como el de Leonardo.
Los amantes no tuvieron tiempo ni de sorprenderse, cuando muy cerca de una quebrada, se les encabritó el caballo y los lanzó violentamente al suelo.
Leonardo, fuerte y vigoroso, desoyendo los ruegos de Federica, se levantó con su puñal desenvainado en la mano y lo hundió en el cuerpo del recién casado que ya había hecho lo mismo en el cuerpo de él.
Sentada a la orilla del camino, aún con su traje de novia, Federica miraba los dos cadáveres, el de Leonardo y el de su esposo, mientras la luna, que parecía haber sido ayudante de la muerte, desparramaba suficiente luz para que ella pudiera subir los cuerpos inertes en sus respectivos caballos y emprender el camino de regreso...