Amuleto que nunca falla (2)

Como recordarán, Chinto es un man que cree fielmente que con solo colgarse el carné en el pescuezo, las guiales le llueven a cántaros. 
  • miércoles 08 de enero de 2020 - 12:00 AM

Como recordarán, Chinto es un man que cree fielmente que con solo colgarse el carné en el pescuezo, las guiales le llueven a cántaros. Y en el último trayecto al empleo, una dama de unos treinta y pocos, ya cuando pensaba que perdía poderes su amuleto (el carné) la joven se le entabló conversa en el bus.

La chica se bajó del bus por los lados de la Ciudad del Saber, y Chinto siguió de largo, no sin antes, intercambiar los números y cumplir con el protocolo que se ejecuta en estos casos. La dama caminó por una acera unos 15 minutos y se metió en un restaurante del área. Saludó a los que comían en las mesas, como viejos conocidos, y se perdió por una puerta de esas que abren en el medio.

Chinto se fue pensando en el siguiente paso, invitarla a los ceviches del terraplén. Para esto, claro, tenía que esperar la quincena o pedirle a la Culebra unos 40 palos hasta el día de pago. Les explico que Chinto pensaba que el carné le funcionaba como amuleto porque las guiales que se le pegaban todas daban por descontado que él nadaba en el billete por solo laborar en el Canal, sin importar que la tarea que realizaba era la de menor paga.

Esta falacia se caía con solo verlo esperando para subir al bus. Ni siquiera tomaba taxi cuando tenía el turno amaneciendo. Aún así, Chinto le seguía la corriente hasta conseguir su objetivo. Los días que siguieron fueron, cuando el turno de Chinto se lo permitía, de intercambios de mensajes de esos como qué estás haciendo, qué comiste hoy, qué harás mañana. Ninguna pregunta que requiriera de una respuesta craneada.

El romance por mensajes de celular iba viento en popa. En las noches, los dos tórtolos se dedicaban horas al intercambio de palabras y de fotos. Así se fue calentando la relación hasta que se citaron en uno de los locales que quedan al lado del mercado del Marisco. Era casi de noche cuando ocuparon una de esas mesitas de plástico que no soportan gran peso y comenzaron a conversar del clima, del tranque, del precio de la gasolina (aunque no tienen carros) y de otros asuntos universales. Cada cierto tiempo, una mesera con acento extranjero, les llenaba los vasos con bebida espumosa y les traía más ceviche de combinación. La jugada hubiese salido de las mil maravillas para los dos si la dama, quizás con premeditación, no lo besa una y otra vez por el pescuezo con la intención de marcar el territorio. Tan marcado iba ese territorio que en el bus que llevaba a Chinto a la casa, los pasajeros, en especial las mujeres, se le quedaban mirando fijamente. Él pensó que era el amuleto, haciendo estragos a toda hora, pero ni lo llevaba colgado. Igual iba muy cansado para entablar conversación a esa hora con alguien. Cuando caminaba por la acera hacia la casa, los perros ladraban como si hubiesen visto al demonio. Los ladridos también despertaron a la esposa del picaflor.

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