Amores viejos
- sábado 14 de marzo de 2015 - 12:00 AM
Las dos mujeres se miraron significativamente primero y luego dijeron al mismo tiempo: ¿Casilda?, ¿Jacinta?
‘La misma’, respondieron ambas y se abrazaron para, aparentemente, recuperar las cuatro décadas de ausencia. No habían vuelto a verse desde la tarde en la que las sacaron, al igual que a la protagonista del poema La niña de Guatemala, del cubano José Martí, casi muertas de frío tras cuatro horas de pelear a puño y halones de cabello en las templadas aguas del río La Tulona, allá en las honduras de El Chirriscazo. Se necesitó la fuerza de tres lugareños para separarlas y sacarlas del afluente, algunos dijeron después que los mediadores lograron su objetivo porque las contrincantes ya estaban bien trabajadas del frío y debilitadas, pero que, de lo contrario, no las hubieran podido salvar porque ambas se estaban peleando a un macho, y ese sentimiento le da fuerzas inimaginables a cualquier mujer. También se supo después que el dueño de los dos corazones y motivo de la disputa era Genarino, el fulito de los contornos, quien se dio el lujo de no aparecerse por el río pese a que sabía que ellas se habían citado en ese lugar, apenas terminara la jornada escolar, para arreglar cuentas a puño limpio. Como no hubo ganadora, el amor de Genarino le tocó a la más viva, que resultó ser Casilda, a quien sus padres, siguiendo una tradición que, afortunadamente, ya no se practica en los pueblos del interior, la enviaron para la capital a trabajar en oficios domésticos apenas terminó el sexto grado. Casilda se trajo luego a Genarino, que trabajaría como jardinero en la misma casa donde ella laboraba, esto les facilitó iniciar un romance que se concretó pronto bajo las sábanas y de esto hubo consecuencias de nueve meses que forzaron el matrimonio entre ellos. Todos los detalles de su vida se los contó Casilda a Jacinta, quien también soltó su lengua y le dijo que ella no había tenido suerte en la vida conyugal porque los dos esposos querían pintear todos los sábados. ‘Ahora vivo sola, los fines de semana me visitan mis nietos’, anunció Jacinta. ‘Ya yo no pienso en conseguirme un hombre, como mujer ya morí’, le dijo Jacinta a Casilda mientras se comían un barquillo. ‘Tienes que buscarte un pollito, aunque sea para que te acompañe, no es bueno estar sola’, le aconsejó Casilda, y la invitó a que fuera ese sábado a la fiesta de quince años de una de sus nietas.
‘Jacinta viene el sábado a la fiesta de Casildita, me la encontré en un centro comercial’, le dijo Casilda a su marido, y no se dio cuenta de que Genarino palideció al oír el comentario; tampoco notó ella que su marido pasó callado la tarde entera ni tampoco le llamó la atención que no cenara. Enredada en los tamales que debía preparar para la rumba y en acompañar a su hija a las compras del vestuario de la quinceañera no se dio cuenta de que su marido había ido a hacerse el corte y que le pidió que le comprara ropa nueva. Salió ella de su letargo cuando Genarino le pidió al hindú, con carácter de urgencia, un perfume que oliera bastante. Y se puso arisca enseguida, día y noche observaba al marido, quien, el día de la pachanga, amaneció radiante y silbando pindines antiguos y de mucho sentimiento por un amor ausente o perdido. Al atardecer, el miedo de Casilda había logrado tamaños preocupantes, a eso siguió el desasosiego, que se transformó en rabia, tanta que cuando Jacinta llegó, bien chaneada, no pudo soportarlo y le impidió quedarse en la fiesta. ‘Yo no te invité, cómo se te ocurre venir a mi casa’, le gritó furiosa, y, avergonzada, Jacinta salió pidiéndole al Cielo que la tierra se abriera y se la tragara. En la confusión, Genarino la siguió y la alcanzó para pedirle el número de celular, el cual Casilda lanzó a la vieja letrina, para que nunca su marido tuviera cómo comunicarse con Jacinta.