Se enamoraron de presos y terminaron asesinadas
- domingo 03 de agosto de 2025 - 12:00 AM
En el corazón palpitante de Capiatá, una ciudad de Paraguay, donde las tardes parecen eternas y el calor deja cicatrices en la piel, ocurrió una tragedia tan atroz que aún las paredes susurran su historia al caer la noche.
Ana Liz Villalba era una mujer de 36 años, madre devota y nieta protectora. Vivía con su hija de apenas 12 años y su madre anciana en una modesta casa de tejas, de esas que guardan secretos entre grietas y cuadros colgados en la pared. Su vida, aunque sencilla, transcurría sin mayores sobresaltos... hasta que conoció a Blas Ramón Serafini Báez.
Él no era un hombre libre, ni lo fue en espíritu. Estaba tras las rejas cuando sus caminos se cruzaron. Se conocieron en redes sociales, donde la ilusión se disfraza de realidad, y nació entre ellos una relación teñida de promesas. Palabras dulces cruzaban los barrotes digitales. Cartas, llamadas y mensajes eran los hilos con los que Blas tejía una red invisible alrededor de Ana Liz.
Ella se enamoró. De una voz, de una promesa, de un futuro que nunca llegaría.
Él, por su parte, soñaba con salir. Y salió. Libre de prisión, pero no de lo que habitaba en su mente. Un demonio, dirían después los vecinos, lo acompañaba.
La noche del crimen no hubo gritos. Solo un silencio espeso, como una bruma que envuelve los rincones antes de una tormenta. Fue un vecino quien descubrió la escena, cuando los primeros rayos del sol se colaban por las cortinas de la casa y algo —un presentimiento, un hedor, un presentimiento oscuro— lo impulsó a tocar la puerta.
Nadie respondió.
Adentro, los cuerpos sin vida de Ana Liz, su hija de 12 años y su madre yacían desordenados como muñecas rotas. El horror había pasado por allí y dejó un vacío que ni el tiempo ni la justicia sabrían llenar.
Blas fue detenido poco después. Esa mañana, como un actor en su última función, llegó custodiado a su audiencia ante el Ministerio Público. Las cámaras lo esperaban. Y él habló.
“Que me disculpen, y si no me quieren disculpar, que me odien... pero estoy arrepentido. Hice eso porque me dieron de tomar algo y me quedé mal”, dijo, como si las palabras pudieran lavar la sangre.
Su abogada declaró que no hablaría más. Que no se puede declarar contra uno mismo. Que “en el momento adecuado” se harían las pruebas. Pero no hay prueba que devuelva una vida, ni tres.
En Capiatá, la casa permanece vacía. Las risas infantiles han sido reemplazadas por susurros. Y quienes pasan por allí, bajan la voz. Como si el viento aún llevara los últimos alientos de una familia que creyó en el amor... y terminó víctima de un monstruo con rostro humano.
En la aldea de Chik, en Rusia, donde el viento canta canciones antiguas sobre la nieve, vivía Oksana Poludentseva, una mujer de mirada suave y alma paciente. Tenía 36 años, y aunque su casa era pequeña y sus días, silenciosos, nunca le faltó el deseo de amar. En aquel rincón blanco del mundo, donde las palabras se pierden en la ventisca, Oksana encontró calor en las cartas que cruzaban la estepa desde una prisión lejana.
Quien escribía aquellas líneas era Stepan Dolgikh, un hombre que conocía el encierro no solo de los muros, sino también del alma. Había sido condenado por un crimen oscuro, pero sus palabras —tiernas, arrepentidas, llenas de promesas— lograron colarse en la vida de Oksana como una llama temblorosa.
Durante años se escribieron. Se contaron secretos, dolores, esperanzas. Y cuando Stepan fue liberado, allí estaba ella, esperándolo a la salida de la prisión con los ojos húmedos y los brazos abiertos. Lo llevó a su hogar, donde todo parecía nuevo: las paredes, la luz, el futuro.
El pueblo los miraba con curiosidad. Pero Oksana irradiaba una felicidad tímida y contenida, como si temiera que algo tan frágil pudiera romperse al hablar demasiado de ello. Al poco tiempo, anunciaron su boda. Sería sencilla, hermosa, con todos los vecinos presentes, como una película que termina bien.
Y así fue. El día llegó y la nieve parecía una bendición que caía suave sobre la iglesia ortodoxa. Él vestía un traje que no le quedaba perfecto, pero lo llevaba con orgullo. Ella, de blanco, con una corona de flores, temblaba de emoción. Las manos se entrelazaron ante el sacerdote, los labios susurraron promesas, y los corazones, ingenuos, creyeron que el amor redime todo.
Luego vino la fiesta, modesta, pero alegre. Brindaron, comieron, rieron. Hasta que, en un instante, el hielo regresó.
Una sonrisa. Solo eso. Una mirada tenue hacia otro invitado. Y de pronto, el cielo se nubló. Los ojos de Stepan, alguna vez dulces en las cartas, se volvieron negros como pozos. Se levantó. Gritó. Golpeó.
Primero en la sala. Luego la sacó a la calle. Nadie lo detuvo. Nadie pudo. El miedo es un muro más alto que cualquier cárcel. Oksana cayó al suelo. Él no paró. Siguió golpeando incluso cuando su cuerpo ya no respondía. Cuando ya no quedaba luz en su mirada.
Después, el silencio volvió. Un silencio más pesado que la nieve. Stepan arrastró el cuerpo de su esposa hasta el barranco, como si fuera un saco viejo. Y allí, entre las piedras frías de la estepa, dejó a Oksana, convertida en una sombra de lo que fue.
La policía llegó. Stepan confesó. No lloró. No pidió perdón.
Fue condenado a 18 años. Dieciocho inviernos que no alcanzan para pagar lo que arrebató.